Olvidó su esencia en el atardecer,
la custodian los tules grises
en los que anida la noche,
junto a la morada pertinente del río
y su corriente poblada de sustos acuáticos,
en el nicho pétreo que moldeó su risa
para ceñir un cuerpo, a la hora precisa
del lacónico vuelo de la lechuza,
allí donde quedaron los troncos úlmicos
de aquellos árboles,
derribados a fuerza de silencio.
Vuelve, clama el reflejo de la estructura mutable
en una gota tornasol,
vuelve a los orígenes,
al aliento primordial de la manigua,
a la aurora boreal en la montaña
ésa que se revela gritando sobre el precipicio;
anda el camino de tea,
los surcos yermos a sus flancos,
los rieles infinitos
donde vive el tren muerto,
cerca del cañaveral.
Regresa,
te añoran las mariposas de ágata,
la profundidad caliza de la tierra,
y el mimoso pino
que sangra rayos ámbar,
jorobado por viejo
y por los sismos que perduran.
Cuando el cafetal te nombra,
con sus efluvios de azahar,
como animal en celo sale la luna
a llorar mercurio platinado,
¡un vendaval nos dejan
sus pupilas de granizo!
Ven antes que sean algas tus raíces,
y la fábula more más allá del misterio:
del hechizo fugaz de un adiós,
unidad de posibilidades disímiles.