Por Francisco J. Mayorga
Nada es eterno, nada.
Solamente el olvido.
La ventisca carcome inexorable el Coliseo.
No existen ya los techos de los grandes templos.
Las columnas que los sostenían
yacen truncadas sobre los rescoldos de las viejas baldosas
y los cánticos de las vestales se han desvanecido para siempre en el olvido.
El cesáreo bronce de Augusto en la intemperie
reina sobre las ruinas de la antigua Roma
y tiembla al paso de los autobuses.
Los transeúntes desfilan ante él apresurados,
fumando, estornudando, escupiendo, mascando
irreverentes, indiferentes a su gloria extinta.
Todo es efímero, menos el olvido.
Así como los viejos muros son hoy desenterrados
metros abajo de la ruidosa vía,
dentro de unos diez mil, quizá veinte mil años, aquí mismo,
un caminante tropezará con una cruz de bronce.
La majestuosa cúpula petrona, derruida y olvidada,
será excavada entonces por perplejos arqueólogos
que después de escarbar por varias décadas
exhumarán los restos de los Sumos Pontífices
para exhibirlos en remotas urbes,
igual que hoy en el Museo Vaticano
se exponen las sagradas momias
arrebatadas a la diosa Hathor
en la saqueada necrópolis de Tebas.
Nadie guardará ya memoria alguna de Etruria
ni se habrá oído hablar de Rómulo o de Remo.
No habrá vestigios de las obras de Virgilio o Suetonio
ni referencia alguna a Antonio o a Cleopatra
ni a los Dantes ni a los Miguelángeles
ni a los Leonardos ni a los Galileos.
Nadie conseguirá descifrar los símbolos borrosos
de la portada de un libro petrificado de Cesare Pavese
ni los enigmáticos jeroglíficos en los teclados rígidos
al pie de las pantallas de un cristal congelado por el paso del tiempo.
Nadie descifrará la información almacenada en los ordenadores.
Serán como papiros, herméticos, inescrutables.
Nadie conseguirá activar los procesadores fosilizados
ni hacer vibrar la música esfumada
en los códigos binarios de los medios magnéticos.
Se inventará una Historia acorde a los designios
de los más poderosos de esos días
y la espléndida estatua ecuestre exhumada en la Piazza Venezia,
(que no llevará el nombre ignoto de Vittorio Emanuele
sino otro, quizá el del invasor que la habrá capturado)
presidirá como un dios pretérito, invencible,
otra remota plaza, en otro continente.
Nada parecerá lo que es, como tampoco
nada parece hoy día lo que en realidad fue.
Nada, nada es eterno.
Solamente el olvido.
En la Ciudad Eterna, a inicios del invierno de 2009
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