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Mario Vargas Llosa autor de la novela La casa verde. LA PRENSA/AFP

La casa verde

Valga la excepción— por esta vez— de salirme de los linderos de la música amada para hacer la merecida referencia que todo lector debe hacer de un personaje absolutamente identificado con el universo de las letras desde su mocedad, reconocidos tiempos hace por los tribunales ignotos que lo han leído para dar paso al gozo entrañable y fructuoso de la literatura: Mario Vargas Llosa en quien ha impactado el Premio Nobel. Antes hubo otro que recibimos con la misma lozana complacencia, el concedido al poeta chileno Pablo Neruda, encomiado en su debido tiempo en todos los vuelos del pensamiento y la creación humana, sin hacerse especificación alguna de la ideología que le caracterizó, así como tampoco debería medirse la del recientemente galardonado.

Por Joaquín Absalón Pastora

Valga la excepción— por esta vez— de salirme de los linderos de la música amada para hacer la merecida referencia que todo lector debe hacer de un personaje absolutamente identificado con el universo de las letras desde su mocedad, reconocidos tiempos hace por los tribunales ignotos que lo han leído para dar paso al gozo entrañable y fructuoso de la literatura: Mario Vargas Llosa en quien ha impactado el Premio Nobel. Antes hubo otro que recibimos con la misma lozana complacencia, el concedido al poeta chileno Pablo Neruda, encomiado en su debido tiempo en todos los vuelos del pensamiento y la creación humana, sin hacerse especificación alguna de la ideología que le caracterizó, así como tampoco debería medirse la del recientemente galardonado.

Un poco antes de que saliera flotando el Nobel, tanto tiempo metido en las aguas, por segunda vez leía La Casa Verde .

La nominación me inspira escribir sobre los parajes, las estancias y los personajes múltiples, obedientes con la diversidad acompasada del autor, uno de los atributos que tiene en su “kaleidoscopio” de descubridor, cada vez más extendido por el afán de rejuvenecer los valores de la inventiva a la que se ha entregado con inquebrantable obstinación. Una característica que a veces hace no fácilmente digerible La Casa Verde es la cruda e íntima exposición de la vernacularidad peruana. Van surgiendo nombres, pueblos, montañas, ríos, se suceden argumentos diferentes, ambientes distintos y extremos en su peculiaridad, lo cual emite la sensación de incorporarnos a un archipiélago como que La Casa Verde son varias islas, varias novelas talladas en el símbolo de una fachada dentro de una gran estructura.

La Guerra del Fin del Mundo es otra cosa. Es la obra amada de Vargas Llosa, no se cansa en sostenerlo aunque la critica coincide en reconocer con superior entusiasmo La Casa Verde . Perteneciendo a la literatura épica, la guerra es un documental extraído de la realidad con inserciones de ficción. Nadie había conocido ese mundo complicado de entender parecido al laberinto egipcio de las quinientas salas por donde uno se pierde. El que entra ahí, no puede salir.

La Casa Verde no es un laberinto. Qué devorador plácido de novelas del “Boom” no la conoce. Nosotros, sin tratar de compararla por carecer de semejanza, tuvimos una, diurna, silenciosa, orquestada por la tarifa fija e inmutable: La casa amarilla. La licencia nocturnal de la casa verde permite el exorcismo cural. El asombro por los atropellos sufridos por el purismo moral del pueblo, llega a los extremos de la estupefacción en el púlpito cuya madera santa sirve de aposento de la homilía indignada.

El lector es testigo constante de la bohemia y de los bullicios. Asistimos al “strip tease” haciéndose de diferentes maneras en el recinto embrujado aún con el riesgo de ser condenados por el excesivo pudor de quienes se llenan de terror con sólo conocer la existencia de esos pasatiempos. No se haya qué inventar para infringirle mayor audacia y diferencia al escenario sexual, vida exhibicionista, atávica y caprichosa para la cual no existen limitaciones.

Vargas Llosa de cuyas palpitaciones literarias hemos estado pendientes a través de los biógrafos contemporáneos —los tiene en cantidad y calidad— crea y crea. Obedece la máxima dariana. Después de la celebración de La Fiesta del Chivo mucha agua ha corrido debajo del puente de su imaginación. Sigue en boga escribir sobre los dictadores. Lo han hecho Roa Bastos, García Márquez, Carpentier, Asturias, el Nobel no podía ser la excepción.

La única interrupción se dio cuando se metió a la política, error que reconoce como el más grave de su vida, quizá animado por la idea de no perder la castidad. Pero su temperamento —artista en el fondo— no colindó con los requerimientos de ponerse la máscara y actuar en el escenario de la mentira donde los expertos carecen de escrúpulos. Vargas Llosa cuando fue ungido candidato presidencial, no estaba preparado para asimilar esos remolinos y por propagar la verdad de la nación fue al funeral de su euforia política. Sobreviviente de la jungla donde abundan las pirañas, por nada se lo come una con forma de japonés. Por eso el “Perú perdió a un Presidente y la literatura ganó a un escritor”

Esa estancia afortunadamente temporal en la madriguera de las intrigas sólo le puso un tinte a su “currículo” de hombre público y como público, polémico. Ahora ese pasaje —pausa en la creación— quiso enervar al orador de multitudes y no lo pudo conseguir

En La Casa Verde volviendo a lo que hizo de Vargas Llosa una personalidad, queda revivida su infancia. Así lo determinan los lugares donde se desarrolla que fueron los mismos de las pisadas pueriles sometidas a la ausencia paternal y a las oscilaciones bruscas en las cuales sólo la esperanza tenía mirilla para otear.

El nacionalismo lingüístico, si bien cabe esta expresión, los rasgos que orgullosamente alzan la identidad intestinal y verdusca de los personajes, la naturaleza mostrando siempre su colectivo y dominante color verde en las costas y en los llanos, nos hace compartir la convivencia indígena, valorar la procedencia genética del indio puro y rebelde. Adobo de nombres cristalinos como los ríos que ponen en peligro a los embarcados en frágiles flotillas que buscan la ruptura de la rutina infeliz. De un lugar a otro con el lenguaje susurrante, con el dialecto pasivo y enmarañado de los miedosos de alzar la voz ante el clásico y provinciano gobernador. Buenos días patroncito modula la cerviz en picada.

Dos veces resultó poco para leer La Casa Verde. Hay que recorrerla de párrafo a párrafo para viajar sin pasaporte a la selva peruana con sólo la franquicia de los ojos. Y con ellos situarse en las casitas cuya permanente verticalidad —alzadas en las cimas— dependen de la inesperada compulsión.

Hacíamos énfasis en la memoria del escritor: haber retrocedido a la infancia sugiriendo a sus biógrafos, valiéndose de los primeros pasos, cuando trazaba los garabatos inaugurales, cuando fluyó como un sol desbordado de luz en el “boom”

La Casa Verde es la aventura, el mito, la leyenda, el peligro, la prueba de fuego del susto hipócrita. Carlos Fuentes dice que es “el convento a través de la peregrinación, el burdel sobre las arenas”.

El verdor está en la garganta del narrador haciéndole el turno al poeta, el poeta inseparable de la prosa de Vargas Llosa, el Nobel totalmente merecido. . .

La Prensa Literaria

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