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LA PRENSA/ AGENCIA

La noche es la madre de mi sombra

Por Daniel Ulloa                                                 A Róger Herrera Me ato bien los zapatos, me visto con el abrigo viejo de ayer, me acomodo los ojos, me cruzo de brazos y me enserio como si fuera un lamento terrible el combustible del monstruo. Ya no intento subir al cielo porque : para qué? Ya me he quedado […]

Por Daniel Ulloa

                                                A Róger Herrera


Me ato bien los zapatos,

me visto con el abrigo viejo de ayer,

me acomodo los ojos,

me cruzo de brazos y me enserio

como si fuera un lamento terrible

el combustible del monstruo.

Ya no intento subir al cielo porque : para qué?

Ya me he quedado con la mitad de mi cara

reflejada en la noche y la otra se ha ido borrando

como suspiro cargado de arena.

Mi cansancio al hilo, con el pez que no muerde,

aburrido mira

la cabeza de mi alma,

víctima de un futbolista inspirado,

que rueda atosigada por la hierba.

No sé qué significa la vida,

un amigo me acusa de haber roto sus flores,

como si el engaño de la vida no es suficiente

para marchitar el entusiasmo de un camastro de clavos.

Hay quienes levantan la voz para escucharse en la soledad,

hay quienes se rompen el culo pensando en el porvenir

y la muerte les asalta preparando una taza de té.

Hay quienes fuman

y luego se tiran un pedo hermoso

para volver a su rutina,

y cuando una niña grita, todo se detiene,

y cuando un viejo llora

la vida se revela con todas sus caretas.

Escucho todos los días trenes y trenes,

que viajan por los carriles que hay

del otro lado del traspatio de mi casa,

con una tristeza concurrida en el pecho,

cierro los ojos e imagino el mar,

el mar quebrándose en una ola

bruta e inmensa,

el mar cayéndome encima

como una baldosa de recuerdos.

Hacia mi pecho

la calavera de dios escupe…!

No tengo ánimo para pensar en nadie,

y es más sencillo creer que nadie me piensa,

para clavar alfileres en la pared

como para hacer constelaciones,

cada alfiler sostendría alguna postal

de algún viejo amigo, consideraba,

ahora son alfileres clavados al azar,

alfileres voces del olvido,

voces pequeñas y agudas que un día

terminarán cayéndose en señal de que todo ha terminado

para siempre.

Para siempre, siempre es un destino.

El olvido es un dibujo que se traza en el cielo,

un barco que arde y zarpa con el humo,

son los labios que retornan de un beso

que no se dio,

es el mar que alimenta las nubes,

nubes que lavan mi voz.

Ya he aprendido a ver el mar como un ciego

que callado escucha la noche infinita…

La Prensa Literaria

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