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LA PRENSA/ AGENCIA

Herencia maldita

El candidato sudaba. Aunque dormía profundamente, las angustias de su campaña permanecían despiertas, zumbando en su mente. Habían entrado primero aparentando cierto respeto, como aquél que es invitado a pasar pocos días en una casa y el dueño le brinda una confortable habitación, para después confianzuda e irrespetuosamente ir imponiendo su presencia en el resto de la residencia, hasta el punto de que no existiera rincón por donde no paseara tranquilamente, con absoluto control.

Por Gina Sacasa-Ross

El candidato sudaba. Aunque dormía profundamente, las angustias de su campaña permanecían despiertas, zumbando en su mente. Habían entrado primero aparentando cierto respeto, como aquél que es invitado a pasar pocos días en una casa y el dueño le brinda una confortable habitación, para después confianzuda e irrespetuosamente ir imponiendo su presencia en el resto de la residencia, hasta el punto de que no existiera rincón por donde no paseara tranquilamente, con absoluto control.

La idea de un día ser el primer mandatario se le había metido en la cabeza desde la adolescencia. Conocía el poder porque precisamente su padre había sido uno, por no decir el más poderoso hombre del firmamento financiero de ese país. Pero perder ese privilegio, casualmente por los desórdenes políticos, lo llevó a pensar que el control del verdadero poder radicaba en asumir el mando de la nación, o sea conquistar el poder de gobernar.

“Definitivamente, tengo una magnífica idea”, pensaba. “Lo que hay que hacer para mejorar este pueblo es instalar un hombre capaz y honesto en la Presidencia, que sepa rodearse de personas apropiadas, probas, transparentes y comprometidas con la ley”.

Cuando lo invitaron a participar en reuniones políticas, lo primero que hizo fue soltar ese pensamiento: “Lo que hay que hacer para mejorar este país es buscar cómo instalar en la Presidencia un hombre de características muy especiales. Alguien capaz y a la vez honesto, que sepa rodearse de personas apropiadas, probas, transparentes y comprometidas con la ley”.

Al cabo de algunas reuniones, sus compañeros le propusieron: “¿Y por qué no te tirás vos al ruedo? Sos preparado, honesto, amás a tu patria, estás joven y saludable”.

Entonces, la idea de convertirse en gobernante prosperó en su mente. Al principio tímidamente, después adueñándose frenéticamente de todo su ser.

Ahora estaba sudando la calentura de haber aceptado esa propuesta. Se revolvió en la cama. Un hombre vociferaba delante de una multitud: “Quiero hablarles de oportunidades, de futuro, de trabajo, de mejoras en la salud, la educación…” Pero el exceso de ruido se tragaba sus palabras y aunque muchos aplaudían, realmente no escuchaban nada.

De repente se percató de las voces de los espíritus burlones.

“Otro iluso que cree que gobernar es andar diciendo cositas lindas…”

Se reían a carcajadas.

“Dejalo que corra, que al rato lo paran en seco…”

“Han notado que habla cual si fuera tan puro como la Virgen Santísima y, si no me equivoco, tiene una cola larga…”

“¿Y qué? Eso no es nuevo. Es nuestra vieja táctica. ¿Ya se te olvidó todo aquello de que queremos es trabajo y progreso?”

“Ja ja ja —las risas resonaban—. Ya sabemos que toda esa habladuría cuando gane se reducirá a trabajar, sí, pero a trabajar para llenarse sus bolsillos”.

Más risas y algunas palabrotas.

El candidato se dio cuenta de que todos los que participaban en esa conversación estaban muertos. Sus calaveras emitían las palabras sin necesidad de mover las mandíbulas.

De pronto apareció una silueta que habló con un acento distinto al de los otros. “Desempeñé el honroso cargo de Presidente a lo largo de muchos años… Por eso, deseo combatir como un soldado de las ideas y decirles que el camino siempre será difícil y requerirá un esfuerzo de inteligencia en todo momento…”

El orador tenía toda la traza de querer pronunciar un discurso inacabable, pero las calaveras le dieron la espalda preguntándose con un gesto de extrañeza: “¿Y éste qué? ¿Al fin está muerto o sigue vivo?” Otra sombra surgió, repentina, venía casi desnuda, cubierta con solo un taparrabo; y dijo: “Verdaderamente, no sé si ése está vivo o muerto. La verdad, yo no lo conozco muy bien porque no es de mi época. Lo que sí puedo asegurarles es que al llegar los conquistadores a nuestras tierras encontraron un sistema de propiedad comunitario, que beneficiaba a todos por igual. Los verdaderos dueños de estas posesiones, es decir los indios, eran representados por sus caciques. Pero la semilla de la codicia fue traída de España por los conquistadores y sembrada en la mente de la nueva raza. Esa semilla germinó en tierra fértil, brotó con tanta pujanza que se arraigó no sólo en las mentes de los implantados con ella, sino también en sus pechos, corazones, almas y espíritus, incrustándose de tal forma en sus genes que desde entonces las nuevas generaciones la heredan atávicamente. Mientras no sea erradicada del corazón de los criollos y mestizos, aquella semilla de la ambición de poder sembrada por los conquistadores, no habrá paz ni progreso permanente en esta región”.

Parecía que todos los involucrados en la conversación estaban de acuerdo, porque sacaron cuchillos, flechas, fusiles y armas de todo tipo y se abalanzaron sobre el infeliz durmiente, tal vez con la intención de extirparle las células y modificar su ADN.

A esas alturas de la pesadilla, el candidato, bajo el sueño pesado, no sólo sudaba copiosamente sino que lanzaba alaridos aterradores.

La Prensa Literaria

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