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Luis Alvarenga escritor salvadoreño e investigador literarario. LA PRENSA/ A. AGUERO.

Poesía salvadoreña

Entonces, una pequeña serpiente, enroscada cual un «como» en las trapacerías del poeta se posesiona de la voz que repite todo lo del aire.

XX LADRONES

Entonces, una pequeña serpiente,

enroscada cual un «como»

en las trapacerías del poeta

se posesiona de la voz

que repite todo lo del aire.

Bífido terror,

unirse centauro con su doble,

el «como» otra vez, pero ahora

es lo que de hombre el poeta tiene,

y en un adiós será

el galope en sus papeles.

El dueño de lo robado al aire.

XXI UN CONSEJERO

La ciudad era, pero Managua se llamaba.

Ahí el hambre de sembrar paisajes

saltó a derribar

las columnas del mar.

Gula de acentos,

de lenguajes túrgidos

en cada alba,

seduce a mis mástiles

la ciudad que fue

deshaciéndose en mis pies.

Sueño con partir,

parto para no dejar de soñar,

seas hoy la amada Lutecia,

doncella de ojos de licor celestial, de oliva griega,

o amanezcas entre las olas,

la nueva desnudez milenaria

al ojo sediento que vierte

lágrimas, licor de los sueños.

Justo en la era del amante de las ciudades.

XXII EL OTRO CONSEJERO

Pequeño incendio que llama,

febril, a ensayarse halcón

para traer las herrumbradas llaves de Dios.

El niño abre la casa:

él mismo saquea las macetas yermas,

la loza jamás puesta

en celebración

y escancia humedades

para siempre jamás custodiadas

por el polvo y las grietas.

El niño es el amo del engaño;

el que usó las llaves

y dejó las arcas vacías

—llenas de mares y caracolas.

XXIV FALSIFICADORES DE METALES

Tuve por maestros a falsarios.

Es eso lo que, para vuestro reconforto,

queréis que escriba.

Bien, fueron alquimistas de feria,

bribones que hacían del cuenco de barro

un grial por el cual valiera la pena

lanzarse a la desgracia,

idiotas que hacían de la levadura poca y los minúsculos premios del mar

un hartazgo de crepúsculo en la playa.

Por mi parte, nada tengo que defender.

El manto de oro que les dejo

mostrará sus costuras de bisutería

cuando yo ya esté lejos

y riendo a buen recaudo.

Sólo quiero que atesoréis

el embelesado instante

en que creáis ver como señores

desde la prenda altiva

la inmensidad de vuestra pobreza.

LA SAL DE LA TARDE

Un cielo, es lo único que no puede ponerse en duda. Algo terrible lo rodeaba. No eran las aspas de la castidad, ni la blancura insolente de la tristísima lujuria que contempla desde la ventana. De todo lo demás duda, sí. Sobre todo del ser rastrero que se sueña ángel descifrador.

La Prensa Literaria

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