Por Tania Sirias
No hay cosa que repugne más a una mujer que cuando ande con una camisa floja o con ropa cómoda se acerque un despistado (por no decir otro adjetivo) y le diga: “¡Felicidades! Veo que la familia está creciendo”. Ante esta infame afirmación solo podemos responder: ¿Me está diciendo gorda? Agregue a eso el rostro descompuesto y tono de voz subido.
Admitámoslo. A muchas nos ha pasado. En principio nos enojamos, luego lo contamos a la primera amiga que encontramos y comenzamos a lanzar todo tipo de improperios por el desgraciado que osó expresar tal absurdo. Luego caemos en una especie de autorreflexión del peso deseado y decimos con tono de resignación: ¡debo ir al gimnasio!
Sin embargo, muchas mujeres se obsesionan con el peso al punto de contar las calorías que comen. Yo no podría andar todo el tiempo con una balanza y mucho menos leyendo cuántas calorías tiene una bolsita de azúcar, el postre, una gaseosa o la hamburguesa que deliciosamente voy a engullir, con papas fritas y soda agrandadas.
¡Hipócrita! Así le decíamos a una colega que pedía el combo agrandado y al final decía a la cajera: “Me da una soda light porque no quiero engordar”.
Recurrimos a todo tipo de dietas para intentar bajar esos kilos de más y decimos con nostalgia que antes podíamos comer una vaca y no se notaba. Hoy en cambio, un simple trozo de pizza es suficiente para sentirse culpable por haber botado el trabajo de una semana de gimnasio.
Una amiga se mataba toda la semana haciendo sus rutinas de cardio y pesas, comía sus verduras cocidas y carne solo si era pollo o pescado a la plancha. El día de la felicidad, a como ella lo llamaba, eran sus sábados. Ese día podía comerse una enchilada, sus tacos o carne asada, agregue un par de cervezas para matar la sed. Resultado: “¿Por qué nunca bajo de peso?”
Algo que me causa gracia es cuando comenzamos a hablar de dietas milagrosas. Que si has probado la dieta de la luna, que la del limón, que la del grano de arroz. Hay todo tipo de inventos para que una empiece una tortura con su organismo y que al final solo durará tres días, porque luego volveremos al gallopinto, las tajadas fritas y el queso.
La primera vez que escuché que para bajar de peso debía hacer la dieta de la luna solté una carcajada y luego pregunté de qué se trataba. Lo primero que tenía que hacer era buscar un calendario donde aparecieran los cambios de luna y cuando estuviera Nueva y Llena debía hacer un ayuno total, pues eso ayudaría a desintoxicar mi cuerpo.
Luego, cuando la luna cambiara a Cuarto Menguante o Cuarto Creciente debía realizar un semiayuno. Es decir, solo consumir líquidos durante todo el día. Hay otras amigas que me dicen que si tomás agua con gotitas de limón al despertar, eso ayuda a reducir la grasa del estómago.
Para ser sincera no he probado ninguna. Primero porque nunca estoy pendiente de la dichosa luna y segundo, porque lo primero que hago al levantarme es buscar una taza de café para poder despertarme.
Debemos aceptarlo. Ya no tenemos el cuerpo de una quinceañera y la maternidad ha dejado marcas en nuestro cuerpo. Esa pancita costará bajarla. A eso debemos agregar la edad. El metabolismo a los 15 años no es el mismo que a los 30. Ya no hacemos las mismas actividades físicas.
Una de mis amigas dice, desde que tengo mi carro he subido de peso. Antes corría para agarrar el bus, ahora solo para agarrar el plato de la cena. Otra me dice con tono pícaro que ha encontrado un nuevo placer: la comida.
Considero que a cierta edad las mujeres dejamos de sufrir por el peso y comenzamos a aceptar nuestros cuerpos. No importa que tengan esos rollitos de más o una estría por acá. Hemos ganado grasa pero también han aumentado otras partes que serán atractivas a los caballeros, si no pregunten a sus esposos, novios o compañeros.
Lo que sí nunca vamos a aceptar es que otros nos llamen gordas. Caballeros, aprendan, es mejor que nos digan: “Mujeres, están pasadas de hermosas”.
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