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El Dios en el que creo

Creo que esta era la misma forma de pensar de aquellos que se acercaron a Jesús a preguntarle sobre la matanza que realizaron los romanos a unos galileos en el Templo de Jerusalén o de aquellas dieciocho personas que murieron al caer la torre de Siloé.

En más de una ocasión he escuchado decir estas palabras: “Pues yo le digo a Dios ¡de verdad!: Para que esté sufriendo como fulanito, mejor que me quite la vida”… “Esto ha sido castigo de Dios”.

Creo que esta era la misma forma de pensar de aquellos que se acercaron a Jesús a preguntarle sobre la matanza que realizaron los romanos a unos galileos en el Templo de Jerusalén o de aquellas dieciocho personas que murieron al caer la torre de Siloé.

Y esta es el dilema de siempre: ante las desgracias que nos ocurren parece que lo más espontáneo que se nos viene a la cabeza, es echarle la culpa a Dios, como si a nuestro Dios, el Dios de Jesús en el que creemos, le encantara hacernos sufrir.

Esta manera de hablar de Dios como el que se goza mandando el mal para hacer sufrir a la gente, —unas veces por castigo, otras veces para probarlos, otras porque los ama, o no se sabe por qué razón— lo decían y pensaban muchos de los que se acercaron a Jesús (Lc. 13,1-9). Así pensaban y así seguimos pensando en el siglo veintiuno.

Pero este no es el Dios que nos reveló Jesús. Este Dios sigue muy vivo en nuestros hogares y, sobre todo, en nuestros hospitales donde permanentemente está presente el mal, el dolor, las lágrimas y el sufrimiento de los hombres.

Dios no es como nosotros que no descansamos hasta que nos paguen todo el daño que nos han hecho. Dios no es vengativo. Dios es, como dice la primera lectura “El que es… El Dios de Abrahán, Isaac y Jacob” (Ex. 3,14-15), es decir, el Dios que se hace historia con nuestra historia, el Dios que camina con su pueblo, el Dios que ríe y llora con su pueblo, el Dios que libera (Ex. 3,8).

Dios no es un verdugo de los hombres, que todo se lo guarda para cobrárselo más tarde o más temprano; Dios no nos “espera en la bajadita” para vengarse de nadie.

Por el contrario, el día en que ante el sufrimiento de la enfermedad o de la dureza de la vida, nuestra sensibilidad espontánea no reaccione diciendo: “Señor, ¿por qué me mandas esto?… ¿Qué mal te he hecho?”; sino más bien: “Señor, sé que esto te duele como a mí y más que a mí; sé que tú me acompañas y me apoyas, aunque no te sienta…” Dios es el gran compañero que sufre con nosotros y nos comprende.

Por eso Jesús nos invita al cambio (Lc. 13,3.5), a producir frutos distintos, los frutos que Dios espera de la higuera de nuestra vida (Lc. 19,6-8).

Es hora de no tirar la pelota al otro y aceptar nuestras responsabilidades para que así empecemos a convertirnos como nos dice Jesús (Lc. 13,3.5). Echarle la culpa a Dios de todo lo malo que nos ocurre, es seguir con nuestras evasiones de siempre y seguir lavándonos las manos.

Dejemos a Dios en paz y cambiemos tantas actitudes negativas como tomamos, causantes de tanto mal y de tantas lágrimas como creamos a nuestro alrededor. Solo si nos convertimos, podremos crear un mundo con menos sufrimientos y lágrimas.

Religión y Fe Culpa Dios

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