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José Adiak Montoya. LA PRENSA/ CORTESÍA.

El sótano del ángel

Don Heliodoro Parajón despertó con los albores del día como lo había hecho en casi todos los amaneceres de su vida, como siempre primero tomaba conciencia de estar despierto antes de abrir los ojos y desperezarse en un prolongado bostezo que estiraba cada fibra de su cuerpo.

José Adiack Montoya

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Don Heliodoro Parajón despertó con los albores del día como lo había hecho en casi todos los amaneceres de su vida, como siempre primero tomaba conciencia de estar despierto antes de abrir los ojos y desperezarse en un prolongado bostezo que estiraba cada fibra de su cuerpo. Advirtió que doña Eugenia ya no permanecía en cama y su lado del colchón estaba alborotado con las sábanas aún calientes del cuerpo de la mujer. Cuando abrió los ojos, el mismo sol de siempre le hirió las retinas sensibles. Se incorporó con un movimiento difícil para sus sesenta y cinco años cumplidos y pronunció la primera palabra de su día que había sido la primera palabra de muchos amaneceres solitarios de su cama recién abandonada:

—¡Eugenia!

El silencio pareció ser el mismo, se quedó quieto como esperando la respuesta tardía de su propio eco, erguido cuan largo era en sus calzoncillos celestes y su camisola holgada de minúsculos agujeros producidos por años de cloro, sus canas plateadas se resistieron toda la vida a la calvicie conservándole siempre una cabellera abundante. Tomó sus pantalones del día anterior puestos sobre su escritorio y repitió el llamado a su mujer mientras se los ponía sentado en la cama.

Eugenia de Asís, cinco años más joven que su marido, estaba en el piso de abajo ocupándose de las limpiezas matinales de la sala, barría al compás de la radio que despedía Duérmete, Curro, de La Perla de Cádiz, en el programa matinal de los domingos de antiguas bulerías y flamencos españoles, que doña Eugenia rehusaba a perderse a cualquier alto costo. Barría con ademán de bailes españoles que alguna vez le vio realizar con destreza a su madre andaluza cuando era una niña escuálida del pueblo remoto en el que seguía viviendo, en esa misma sala carcomida por el tiempo y los tantos desvaríos que había tenido que vivir con Heliodoro en cuatro décadas de matrimonio, esa casa la había visto en casi todos los amaneceres de su vida desde sus días infantiles y después de su noche de bodas cuando don Heliodoro se fue a vivir con ella y sus padres y habían consagrado como primer escenario de amor el cuarto pequeño donde ahora, años después dormía Leonidas.

Mientras la mujer cantaba inspirada por los coloridos recuerdos de su madre, Leonarda Balladares, don Heliodoro bajaba las escaleras y la sorprendía con la mirada nostálgica con que la había sorprendido tantas veces por tantas cosas.

—Eugenia, tengo una hora de estarte llamando.

—Es que tenía el radio encendido y no te escuchaba, ¿cómo amaneciste?

—Bien, con el dolor de cuello, dormí en mala posición.

Los dos se vieron furtivamente, reconocieron sus rostros cotidianos y casi como por un instinto natural de la tristeza la mujer se atrevió a decir:

—Falta una semana.

—Yo sé, vos sabés bien que no se me olvida nunca.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó la mujer a pesar de ya conocer la respuesta.

—Pues lo mismo de todos los años.

Los dos tuvieron la extraña sensación que habían tenido otras veces de que la vida se les iba pasando acelerada mientras hablaban. Se percataron entonces de las arrugas del otro. Cuando estuvieron frente a frente, Heliodoro abrazó a su mujer que dejó escapar un ligero sollozo mudo.

Don Heliodoro Parajón desayunó engullendo lentamente sus eternos huevos revueltos mientras Eugenia terminaba de limpiar la sala con un lampazo empapado de líquido para piso que le molestaba la nariz a ella y que siempre tuvo sin cuidado a don Heliodoro tan acostumbrado a tantos y tantos olores de químicos y remedios en su larga vida de farmaceuta, el hombre había estudiado medicina cuando era un joven recién egresado del bachillerato en la única universidad que daba la opción de ciencias médicas en el país, apoyado por una beca directamente otorgada por el Presidente de la República y que Heliodoro supo malgastar al cabo de un par de años entre la vida fácil y despreocupada de los burdeles capitalinos y los juegos de azar. El padre de don Heliodoro nunca por el resto de su vida le perdonaría haber malgastado aquella oportunidad legendaria en la familia.
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Cuando el hombre terminaba su desayuno, Eugenia de Asís acababa de limpiar con un trapo húmedo el retrato de Bruno Parajón que colgaba de la pared, cuando terminó, quedó viendo la foto del infante con una nostalgia de madre indefensa, Bruno había sido el segundo hijo del matrimonio después de Leonidas cuando la vida aún les daba el rostro de la paz, en la foto Bruno Parajón sonreía convertido eternamente en un niño.

(Fragmento de Novela)

El sótano del ángel es la primera novela de José Adiak Montoya (Managua, 1987) y una de las ganadoras del Certamen para publicación de obras literarias convocado este año, por lo que próximamente será presentada por el Centro Nicaragüense de Escritores. En 2007 José Adiak Montoya publicó su primer libro, Eclipse: Prosa & Poesía (Managua: INC-ENITEL).

La Prensa Literaria

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