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Pinturas de la artista jinotepina Silvia Zúniga. LA PRENSA/ CORTESÍA.

Silvia Zúniga y sus colores

Silvia Zúniga (Jinotepe, 1952) es una artista nicaragüense visitada por la gracia en forma de lluvia de colores. Para llegar a este regocijo visual que hoy constituyen sus cuadros, Silvia tuvo que transitar un sinuoso y accidentado camino. Fue estudiante de Arquitectura en sus años juveniles, pero decidió aprender y practicar pintura por su cuenta y riesgo en la década de los años setenta.

Por Anastasio Lovo

Silvia Zúniga (Jinotepe, 1952) es una artista nicaragüense visitada por la gracia en forma de lluvia de colores. Para llegar a este regocijo visual que hoy constituyen sus cuadros, Silvia tuvo que transitar un sinuoso y accidentado camino. Fue estudiante de Arquitectura en sus años juveniles, pero decidió aprender y practicar pintura por su cuenta y riesgo en la década de los años setenta.

Sin rechazar la academia, pero sin oportunidades reales para participar de ella, Zúniga emprendió una labor personal de mucha curiosidad, voluntad, empeño y realización. Silvia en cuanto a pintura, escultura, artesanías y música se refiere, es autodidacta con rigurosa y amplia formación en las bellas artes y la literatura universales.

Sus primeros ejercicios de pintura -verdaderas obras maestras del monocromatismo— expusieron los temas de una sinfonía en gris que partía desde los oscuros profundos de Rembrandt. Cuadros como El Limpiabotas , sus series de Hornos Campesinos y sus dibujos de Navajas con luna , marcan este interesante período. La artista en su aprendizaje se entrega con pasión a la apropiación de las formas, del volumen y las texturas. El camino del arte pictórico que recorre la obra de Zúniga va de lo monocromático a lo policromático. Un sendero común en el bosque, pero en el caso de ella reviste algunas calidades particulares.
Silvia zúniga.  LA PRENSA/ U.MOLINA.

La utilización de distintas gradaciones de gris, bajo la textura táctil de una inverosímil tormenta de arena, dota a estas obras de una dimensión metafísica inquietante y curiosa. ¿En qué lugar y en qué tiempo del universo ocurren estos eventos? ¿Hay anécdotas en la inmovilidad metafísica de seres y objetos plasmados en este período de Silvia Zúniga? Veamos.

El Lustrador es un cuadro de formato vertical, cuyo personaje central es un niño de diez años de cuerpo entero, que ve de frente al espectador pero cuya mirada va más allá de aquel. El Lustrador está vestido de camisa blanca, colgada al cuello tiene una honda (tiradora o resortera) de gancho, un pantalón corto gris tiza y unas piernas borrosas que se hunden en una tierra gris desde donde él ha surgido. Todo el lustrador está bajo una tormenta volcánica de ceniza que lo distancia para hundirlo en el misterio. No sabríamos decir si esa poca luz plomiza la obtiene del día o de una noche lunar, ectoplasmática. ¿Ese limpiabotas con su carita de niño/a angelical con su tiradora colgando del cuello, con una tristeza desleída, gastada, baldía y solitaria, está más allá del tiempo y del espacio?

¿Es un recuerdo imposible bajo una lluvia de tiempo?

Un Horno plasma el domo campesino nicaragüense donde el maíz y el trigo, por obra y gracia del fuego, se transustancian en panes y cosas de horno. Este horno parece surgido de las mismas cenizas de su propio incendio. Está ahí frío, plomizo, distante. Nada indica que alguna cosa se haya horneado recientemente. Es el arquetipo de un horno construido por sus mismas cenizas en un tiempo mítico. Ignoramos como espectadores si la tormenta volcánica de ceniza y arena parte de este mismo horno. Porque este horno de Silvia es la mismidad del horno. La hornitud.

Una sinfonía en gris menor. El tratamiento monocromático del gris emplumecido por su abundancia y repetición; y un gris claro logrado por su aplicación tenue sin llegar a veladura. El horno con su puerta cerrada nunca sabremos si se abrirá al llameante, luminoso, ardiente y brillante infierno, a un hiperbóreo paisaje de hielos eternos o a una aurora boreal de irisados dedos. ¿O esos hornos intemporales -porque no fue uno sino una serie de hornos los que pintó— marcan la parábola de un volumen gris sobre el espacio gris de una oda gris en los llanos grises de Chontales? ¿Esos hornos son capaces de llevar ígneos volcanes por dentro? ¿Estallarán algún día o esbozarán tan solo un penacho de humo para modelar las curvas de un olor a cosa de horno, un olor a mujer, a mar o a espera?

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El monocromatismo en la obra de Silvia Zúniga, en algún momento deja los grises para eclosionar en ocres. Ejemplo del paso del gris al ocre es el bello y misterioso cuadro Óleo de mujer con sombrero , inspirada en la célebre canción del poeta cubano Silvio Rodríguez. Trazos ocres de un pincel grueso usado como espátula, plasman el close up de un rostro de mujer en una posición de tres cuartos levemente inclinada hacia abajo a la derecha, rostro ensombrecido por un sombrero adornado en la base de su copa por el fulgor amarillo de un bouquet de margaritas. Una mujer madura y misteriosa concentrada en ella misma. Obviando con evasión oblicua al mundo. Una mujer que deseamos conocer. Conversar con ella. Verla moverse. Cambiar de posición. Querer ver el lado de su rostro que quedó en las sombras. Intimar con ella. Hacerla amante o amiga. Verificar si es cierto su aparente parecido al rostro treintañero de Vanessa Redgrave.

Desde el monocromatismo Silvia Zúniga logra una apertura experimental hacia los tonos pasteles, colores fríos, transparencias, veladuras, puntos de fuga de un solo color derivado desde las tonalidades de una quena bajo la luz de la luna. Se amplía su universo pictórico a medida que conquista técnicas, perspectivas y trucos. Arriban a sus cuadros frutas, verduras, mujeres, lanchas, hombres, güegüenses, macho ratones, ventanas, bodegones. Se multiplican los temas a medida que su ojo avizor devora el espacio ontológico y objetual, lo somete al proceso de edición, elimina los colores cálidos, las tonalidades fosforescentes y/o chillantes, para plasmar un locus ideal.
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Este viaje -toda obra de arte comprende un viaje— va de aquellos recuerdos sedimentados en la profundidad de sus ser en monocromo, a la apropiación de un espacio de la manera más delicada, con tonos pasteles aplicados con finos pinceles y untados suavemente con sus dedos que acarician la pintura, la tela, el aire, para dejar reposar las figuras, los volúmenes en lo oblongo del marco y la tela. Son memorables las veladuras y transparencias de este período pastel de Silvia. Alas de libélulas o mariposas posadas sobre una fragorosa naranja, logradas en transparencias que dejan —a través de ellas— ver el mar, la arena o caracolas o aves o pechos de mujer.

La Prensa Literaria

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