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Grabado de Vlady. lLA PRENSA/ARCHIVO

Marinero en tierra

El mar, “no me recuerdes el mar, que la pena negra brota en las tierras de aceituna bajo el rumor de las hojas”, yo sí lo recuerdo porque mi madre nos llevaba desde chiquitos, dormíamos con las calzonetas puestas esperando la hora de la salida, en la oscuridad del cuarto entre las sombras densas del alba sentía que nadaban tiburones, el viento silbaba y entraba por las rendijas de las tablas y me parecía arena que cosquilleaba en mis orejas, nos tomábamos la leche casi corriendo para subir a la plataforma del camión, siempre me gustó darle la cara al aire, hendirlo con la nariz y sentir su olor fresco a nada, inodoro, incoloro, insípido, transportando otros olores, el tufo de la carroña alborotado por los zopilotes que se peleaban las tripas en el rastro.

Por David Ocón

El mar, “no me recuerdes el mar, que la pena negra brota en las tierras de aceituna bajo el rumor de las hojas”, yo sí lo recuerdo porque mi madre nos llevaba desde chiquitos, dormíamos con las calzonetas puestas esperando la hora de la salida, en la oscuridad del cuarto entre las sombras densas del alba sentía que nadaban tiburones, el viento silbaba y entraba por las rendijas de las tablas y me parecía arena que cosquilleaba en mis orejas, nos tomábamos la leche casi corriendo para subir a la plataforma del camión, siempre me gustó darle la cara al aire, hendirlo con la nariz y sentir su olor fresco a nada, inodoro, incoloro, insípido, transportando otros olores, el tufo de la carroña alborotado por los zopilotes que se peleaban las tripas en el rastro.

El camino lleno de polvo dejaba ver a lo lejos al fondo de los matorrales y las colinas bajas la banda ancha y azul del mar. ¿Ya vamos a llegar?, ¿cuánto falta para que lleguemos? El océano, la espuma condensada de las olas reventando en la playa, su ruido pleno saturándolo todo y mi madre en la orilla pasándome las chinelas, el día entero retozando en la ramada y alternando de la costa al estero viendo los botes que llegaban a alinearse cargados de peces, camarones, pulpos y cangrejos, pintados de colores fuertes: verde talo, rojos, amarillo intenso, tonos chillantes para que los distinguieran en la marejada, recogíamos conchitas, caracoles y estrellas, tal vez de ahí me vino el rigio de encontrar y procurarme cosas sólo estirando el brazo y cerrando la mano sin esforzarme en nada, como jugando.

La abuela nos llevó a Pochomil con insumos y recursos mínimos, nos montó en un bus de transporte colegial descontinuado que rematan los gringos, nos puso a la orilla de una piedra para repartirnos pan con queso de crema ahumado, del paseo recuerdo la singular merienda y su modo de hacer su gusto y antojo sin complicarse.

Oigo reventar los tumbos cuando comienzan a soplar los vientos, de diciembre a febrero me persigue el rumor del mar, el cielo está limpio de nubes y su color celeste se ilumina más, se parece al poema de Pablo Antonio que dice: “cuando Mondoy toca el violín, las nubes de diciembre se desmenuzan en plumas”, nunca supe quién era Mondoy, pero lo imaginaba como un judío de Chagall volando y tocando en su pintura o aquí nomás en el parque de Condega sonando un violincito de talalate.

No es ningún disparate presentir el mar en la ciudad, a veces lo andamos muy hondo en la memoria colectiva y es lógico que lo sintamos bullir debajo de los andenes de concreto y del pavimento, por algo estuvo cubriendo la tierra hace millones de años y donde están las ramas balanceándose en el aire cargadas de pájaros, de chocoyos chillones, pasaban nadando los cardúmenes de peces multicolores.

Alguien que no tiene techo y duerme arrimado a un muro, a un tronco de árbol o mejor sobre las bancas del parque para protegerse de animales reptantes puede en las noches de verano antes de cerrar los ojos imaginar que las estrellas que alumbran desde lejos también se están reflejando en el agua oscura del océano y en la corriente plateada y rizada del Prinzapolka que permite captar río arriba la curvatura de la tierra cuando la remontamos a medianoche oteando la línea del horizonte.

Así que mi recorrido en tres meses del año por el sector de Altamira es marítimo, camino al ritmo del viento, recalo en las radas de los porches, me protejo bajo las cornisas de rocas largas y macizas de los aleros, los parques son puertos seguros, ahí puedo varar mi bote de cartones rígidos sobre el suelo duro de las canchas y esperar que amanezca para salir a pescar cuando las especies han arribado al impulso de las corrientes benéficas, la recolección es buena, cantidad y calidad dan para escoger y repletar el trasmallo, la red que saco rebosante de los barriles de los restaurantes chinos con todas esas riquísimas sobras de arroz, verduras, trozos de carne y pollo cortados como colochos empapados en jengibre y salsa de soya. Por la noche cansado de la faena vuelvo a ser el niño que recogía los animalitos en la arena y sueño con mi madre llamándome otra vez para ponerme las chinelas.

—¿Con que poeta?

—Sí, de la nariz a la jeta.

Extracto del libro inédito: Historia de Jesucristo y sus Relatos.

La Prensa Literaria

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