Por Amalia del Cid
No sé qué fue peor, si la lluvia, si el taxi o si las calles de Managua. Solo recuerdo que ese sábado, atrapada en mitad de la nada, me lamentaba por las tres cosas. Digo la “nada”, porque al principio no sabía dónde estaba. Mi campo visual llegaba hasta el parabrisas, donde era cortado abruptamente por un aguacero bíblico. Además, y esto es lo más cierto, mi sentido de orientación rara vez distingue una calle de otra.
Dicen que fue una lluvia histórica. Esa noche, la del sábado 28 de septiembre, en menos de tres horas cayeron desde 25 hasta 134 milímetros de agua por metro cuadrado, según reportes de las estaciones del Ineter (Instituto Nicaragüense de Estudios Territoriales). La capacidad del sistema de drenaje en Managua se agota en 40 milímetros. Si llueve más que eso, vienen las inundaciones y la ciudad se convierte en una especie de lodosa Venecia. Managua no precisa de “lluvias históricas” para colapsar.
El agua estaba helada. Lo sé porque se colaba a chorros por la ventana del copiloto. “¡Púchica! Se desencajó el vidrio… Pero ahorita no me puedo bajar a componerlo. Está lloviendo fuerte… y está recia la corriente”, se disculpó el taxista, reclinado en su puesto como una perezosa estatua de Botero. Después se incorporó para buscar algo entre los asientos. “Séquese con este trapito”, sugirió. Y me ofreció una peluda toalla húmeda.
“¿Dónde estamos?”, pregunté, mientras me secaba los brazos. Respondió que en El Riguero. Uno de los 25 barrios que esa noche se inundaron por causa de la lluvia y el pobre sistema de drenaje de la capital.
Y ahí estábamos nosotros, entre varios otros carros, esperando a que el aguacero amainara para intentar avanzar. Pronto la corriente empezó a colarse en el taxi (sospecho que se filtró por las puertas, oxidadas y sin forro). “Don, el agua viene creciendo”, le dije a mi gordo acompañante. “Si nos quedamos aquí, de todas formas se le va a apagar el carro”.
Más adelante la calle era un río crecido que arrastraba todo género de plásticos y cartones. El agua se arremolinaba en las esquinas, trepaba a las aceras e irrumpía en las casas de piso bajo. Casi en paños menores, una familia salió con baldes, trapos y escobas para impedir el avance de la corriente. Mujeres y hombres se apostaron en la puerta, turnándose para dar escobazos. Sin embargo, se veían tranquilos, lo que me hizo pensar que no era la primera vez que libraban esta batalla. Y que tampoco sería la última.
Había carros pequeños varados. Algunos pertenecían a conductores precavidos; otros, a choferes temerarios que se habían aventurado por las zonas más inundadas y ahora pagaban las consecuencias.
Mi taxista era de los precavidos. Sabía que su cacharro no tenía la más mínima oportunidad de resistir una carrera en agua. Ya le había fallado el limpiaparabrisas y ahora temía que se le mojara el alternador. Así que buscó un punto “seguro” y ahí nos quedamos… hasta que se fue la luz en El Riguero.
Fue un apagón local. Salimos de ahí rumbo a la pista de El Dorado, un poco a ciegas, pero avanzando. Mi alegría duró poco. Cuando estuvimos junto al cauce, el carro empezó a agitarse y a toser como fumador. De pronto se detuvo. “¡Yo sabiiía!”, exclamó el taxista. “¡Se mojó el alternador!”.
Quise bajarme del taxi; pero al analizar mis probabilidades, concluí en que si el cauce de El Dorado se desbordaba (como más tarde sucedió), iba a correr menos peligro en el carro que fuera de él. Además, en ese momento, bajo el aguacero, no contaba con más medio de transporte que mis pies.
Unos 10 minutos más tarde llegué a mi destino. El alternador (ahora sé que se trata de un “generador de corriente eléctrica alterna”, aunque sigo sin comprender cómo funciona) volvió a la vida y el carro encendió. Crucé los dedos mientras el taxista sorteaba la culebra de vehículos que se armó en las calles que escaparon de las inundaciones.
“Espéreme, le voy a abrir la puerta”, dijo. Tomó un destornillador y lo introdujo en el sitio donde algún remoto día estuvo la manecilla. Salí corriendo bajo la lluvia.
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