Por Gisella Canales Ewest
Cuatro rutas, dos de ida y dos de regreso. Eso tuve que abordar el fin de semana pasado. ¿Cuál es la novedad, o la proeza?, se preguntarán. Pues, además de que tenía ya bastante rato de no hacerlo y jamás había usado el sistema TUC, me tocaba hacerlo con un abultado vientre de más de seis meses de embarazo.
Solo en una de las cuatro rutas que me tocó usar encontré asiento, pero en las otras tres tuve que agarrarme bien de los sarrosos tubos y balancearme al ritmo de los destartalados —pero nuevos— autobuses. Nadie se “mosqueó”, nadie cedió un asiento, ni siquiera el que se supone está “reservado” para adultos mayores, mujeres embarazadas y para quienes viajan con niños pequeños. En ese “privilegiado” lugar viajaban cómodamente hombres jóvenes, principalmente, sin vergüenza alguna de que sobre sus cabezas hubiese una calcomanía indicando quiénes tienen derecho a usar el famoso asiento.
Mientras intentaba mantener el equilibrio y asimilaba la apatía de mis compañeros de viaje, recordé que mes y medio atrás viví todo lo opuesto a esa indiferencia, pero en otro país. Fue el primer día de febrero, Ciudad de Panamá, sin servicio de roaming en el celular y casi cinco meses de gestación. Era mi último día en la ciudad, me urgía comprar allá algunas cosas para Isabella —la heredera (de deudas) que viene en camino—, pues la diferencia de precios con Nicaragua es demasiado significativa.
Se me ocurrió ir al centro comercial “más grande de Panamá”, como dice la publicidad, sin saber que además es considerado el más grande de Centroamérica: supuestamente más de 300 mil metros cuadrados de construcción. Como ya se imaginarán, me tocó caminar sin parar. Tras cerca de dos horas entre unas pocas tiendas especializadas en artículos para bebés, me di por vencida. Ir del pasillo “koala” al “elefante”, pasar por el “kanguro” y así ir recorriendo todo el zoológico de nombres que ahí hay, es demasiado agotador. Ni la mejor rebaja de precios lo vale, pensé ya bastante resignada.
Tras la comparación de precios entre artículos similares, concluí cuáles eran las mejores opciones. El problema fue que uno de los productos era un regalo, por lo tanto debía tener el visto bueno del precio para proceder a comprarlo. Como estaba sin el servicio de roaming, no me quedaba más que buscar alguna “red abierta” para conectarme a internet y hacer la consulta. Seguí caminando y caminando. ¡Por fin encontré una tienda con su señal “wifi” sin contraseña! Procedí a conectarme y a enviar fotos de los productos y precios. Esperé. El mensaje tardaba en ser enviado, no había sido leído. Seguí esperando. Pies y piernas ya me dolían, flaqueaban. Moría por sentarme, pero no había bancas cerca y no podía alejarme de la red pirateada. Seguí esperando. Tras cerca de quince minutos ahí me desesperé y decidí sentarme ¡en el piso!
Según yo, muy discreta, modosita, sin llamar la atención. La gente que pasaba me veía de reojo, ¡y nada que llegaba el mensaje esperado! Pensé en levantarme, el cansancio pesaba más que la vergüenza. Me quedé a esperar.
No había pasado mucho tiempo cuando se detuvo una señora:
—¿Se encuentra bien?
—Sí, gracias.
—¿Necesita ayuda?
—No, tranquila.
Se fue. Casi de inmediato dos mujeres, más alarmadas que la primera, se acercan:
—¿Qué le pasa, está bien?
—Sí, no se preocupen —dije ya un poco incómoda. “Por qué no me dejan en paz”, pensaba. Nada que llegaba el mensaje.
—¿Está encinta, verdad? ¿Necesita que pidamos ayuda?
—¡Noooo! —les contesté ya más apenada que molesta.
—La llevamos a una de esas bancas —dijo una de ellas señalando hacia un lugar lo suficientemente lejano como para perder la señal pirata.
—No, ya me voy, solo espero que me contesten un mensaje. ¡Gracias!
Se fueron por fin. La gente seguía pasando y viéndome. ¡El mensaje seguía sin llegar! Tenía la vista fija en el teléfono. Nada. En eso pasó un grupo de varones, se detuvieron. “¡Dios!”, pensé, pero seguía sintiéndome demasiado cansada como para ponerme de pie. Uno de ellos se metió la mano a la bolsa del pantalón, se acercó, estiró su brazo y ¡me dio una moneda! Lo vi fijamente, creyendo que era alguna broma, pero él sostenía firmemente en el aire su donativo.
—¿Aaaaaaahhhhh? —fue lo único que alcancé a decir, viendo incrédula la moneda.
—¡Disculpe! —dijo asustado y se fue casi corriendo.
La gente que pasaba vio el espectáculo. Me levanté casi de un brinco, entre atónita y avergonzada; no pude hacer más que reír, y mucho. Finalmente el mensaje llegó, me confirmaron que puedo proceder a comprar. Me voy de regreso al primer pasillo animal que visité y listo. En todo el camino de regreso pasé riendo y preguntándome por qué verme ahí sentada causó tanto escándalo entre los compradores. “Estos panameños son un poquito exagerados”, concluí.
¿Será eso, o será que nosotros en Nicaragua hemos perdido la sensibilidad hacia las personas con otras condiciones físicas (en este caso embarazo)?, me cuestionaba el fin de semana pasado mientras me agarraba de los tubos de la ruta 262.
Se bajó alguien, logré sentarme. Ya venía en el último trayecto de la travesía. Se subió una joven con un pequeñín regordete en brazos. Nadie —nuevamente— hizo ni el intento por ceder su lugar. La mujer sostenía al niño con uno de sus brazos, mientras con el otro se sostenía del tubo. Me tocó levantarme y darle mi asiento, el resto seguía en lo suyo. Y concluí que quizás los panameños no eran exagerados, sino que las diferencias de educación y cortesía con nosotros superan nuestra comprensión.
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