Por Vladimir Vásquez
Casi oculta por la oscuridad de la noche, de rodillas frente al obelisco, llora una señora regordeta. Sostiene la mano de un cadáver que yace sobre cartones. La víctima número 13, que vio morir el parque 11 de Julio, es un hombre de 38 años que aquí es conocido tan solo como “El Pulmón”.
Era bajo, 1.65 metros cuando mucho. Usaba un bigote bastante desordenado. Se vestía de harapos y un día, como para ponerse a la moda, decidió escribirse su apodo en la parte trasera de la cabeza: “Pulmón”, en letras indescifrables.
El día de su muerte se levantó como cualquier otro día. Tenía meses bebiendo. “Llevaba años”, decían algunos vecinos. Es que en su rutina no había mucho más qué hacer. Amanecía, en el mejor de los casos, en el parque y cada mañana ayunaba con uno, dos o hasta diez hombres más, en largas dietas de ingesta de alcohol.
En algunos momentos, cuando pedir dinero ya no daba para comprar los tragos del día, también trabajaba. Bueno, más o menos. Por algunos momentos y a veces horas se iba a parquear carros allá por el edificio del INSS. Habían sido años en la misma rutina, que a veces lo dejaba cansado y lo obligaba a acostarse al pie del obelisco, en el parque que irónicamente está frente a un cementerio.
Ya le habían anunciado la muerte. Cargaba en su memoria, como si de un papel firmado se tratara, la sentencia que sabía que llegaría tarde o temprano. Tenía cirrosis. El diagnóstico llegó acompañado de una advertencia: “Usted se va a morir”. Por eso “El Pulmón” dejó de tomar licor un tiempo. Andaba sano, recuperó cuerpo y quizás hasta salud.
En esos buenos años, cuando hasta iba a la Iglesia, se enamoró. Dicen los que lo conocían que era una “vieja fea” aquel amor. Pero que él se “enculó” perdidamente. Ya en esos tiempos vestía de cadenas, buena ropa, se perfumaba y calzaba elegante. Hasta el día en que aquella mujer “se la pegó”.
“El Pulmón” volvió a las andadas. Retomó aquellas amanecidas en el parque, los ayunos con licor y la mala vida. Ya se miraba en los huesos”, dicen quienes lo conocieron.
Por eso aquella tarde, cuando “El Pulmón” dijo que se sentía cansado, nadie se inmutó. Anunció que dormiría. Se fue al parque, ese que parecía centro de convenciones para él y sus amigos. Se recostó sobre unos cuantos cartones que encontró, ahí junto con el obelisco, cerró los ojos y ya jamás los abrió.
Quizás, si ese día le hubiesen advertido que moriría jamás se hubiera dormido. Como cuando le dijeron que estaba condenado y dejó la farra.
Eran casi las 6:00 de la tarde cuando se acostó a dormir. Lo llegaron a despertar pero ya no se movía. Se corrió la voz, entonces, de que había muerto ahí en el parque y todas las especies de curiosos llegaron, los burlescos, los insensibles, los morbosos, los tocones, los mirones. Salieron de sus casas, miraron por las ventanas, entre las verjas, y los más aventados se acercaron al cadáver.
Todos contemplaron por momentos el cuerpo inerte en el suelo. Descansando sobre los cartones que lo alejaban de los 30 grados de temperatura que cocinaban Managua.
Llegó Medicina Legal, la Policía, revisaron el cuerpo, llenaron un formulario, formaron parte de los mirones un rato y se fueron. Ahí quedó “El Pulmón”, llorado por su tía. Y mientras aquella señora expresaba su dolor, los niños de la cuadra se inventaron un juego para pasar el rato. Reían, ahí donde a escasos metros se lamentaba la tía. No tenía más familia, comentaban los vecinos, un hermano de él murió de un escopetazo hace años, el otro cumple condena en la cárcel Modelo.
Después de casi una hora de llanto, los mirones actuaron. Intentaron levantar a aquella señora que por momentos parecía negarse a creer que lo que sostenía con las manos era un cadáver. Se la llevaron, para darle agua, para calmarla. Mientras al muerto nadie le hacía caso. Seguía en el suelo y de vez en cuando, los que tardaron en enterarse de la noticia, llegaban a tocarlo.
Pasaron varias horas en aquella vela improvisada. Todavía a las 11:00 de la noche nadie se llevaba a “El Pulmón”. Estuvo hasta quién sabe qué hora, cuando ya el frío empezaba a sentirse en la calle, cuando el sueño se metía por los ojos de los curiosos.
A la mañana siguiente en aquel parque, en el 11 de Julio que ya vio morir a 13 —un ahorcado, unos baleados y otros apuñalados—, no había un alma, solo humeaban los restos del cartón que sirvió de cama a “El Pulmón”. Quizás en un tiempo nadie se acordará de él. Después de todo, si en una tumba escriben el nombre de Germán, nadie sabrá que son los restos de un hombre al que llamaban “El Pulmón”.
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