Una mujer aterrada viaja en una camioneta que recorre Tamaulipas, México. No sabe a dónde va y para qué. Sólo sabe que si se quita la venda de los ojos, la ejecutarán. Que esos hombres armados que la custodian son tan sádicos que parecieran paridos en el infierno. Y que ese podría ser su último día con vida.
Esa mujer desciende con miedo de la camioneta. Las piernas le tiritan mientras entra a una quinta grande, polvosa, aislada bajo el calor desértico de la frontera entre México y Estados Unidos. Le ordenan quitarse la venda y avanza detrás de los hombres armados. Atraviesa una habitación, otra, un pasadizo, un túnel. La mansión se va oscureciendo mientras desciende unas escaleras y sus ojos se fijan en una luz tenue y roja que cubre todo lo que hay en un sótano casi sin muebles: cuerpos desnudos y encadenados a las columnas que van de techo a piso.
Ahí hay jóvenes que agonizan. Desvanecidas, sostenidas sólo por cadenas. Que balbucean a través de hilos densos de saliva y sangre. Que parecen estar en sus últimas horas de vida. Y alrededor de ellas merodean hombres que sonríen y las violan, ríen y las golpean, se tocan los genitales y las hieren con cuchillos.
Esa mujer asustada cierra los ojos. Cree que hay cuatro, cinco, seis mujeres. Sus custodios la obligan a mirar y, para evitar llorar, pone la mente en blanco y enfoca un altar y unas velas. La sangre que se esparce en el piso desprende un intenso olor a hierro, como de ferretería vieja, como sabor a moneda bajo la lengua.
Se pregunta en silencio ¿de dónde sacaron a esas mujeres?, ¿en dónde quedarán sus cuerpos? Y cuando pregunta en voz alta por qué le hacen eso a las jóvenes, un hombre armado, con gesto “aburrido” responde con naturalidad “porque esos clientes son buenos y pagaron mucho dinero”.
Entonces esa mujer aterrorizada cae en la cuenta: está ahí para saber que ese es el destino “normal” para una esclava sexual que, como ella, está secuestrada por un cártel. Así es la vida en cautiverio cuando el cerrojo lo tiene el Cártel del Golfo.
Esa mujer lleva tanto tiempo en un cautiverio sin calendario, televisión o periódicos, que no sabe que lleva unos cinco años secuestrada. Y después de esa tarde, pasará poco más de dos años más en las redes más violentas de explotación sexual. Acumulará siete años y medio como una esclava sometida, primero, por Los Zetas y luego por los rivales “de la última letra”.
Y cuando huya de ese cautiverio, contará a las autoridades mexicanas de la Unidad Especializada en Investigación de Tráfico de Menores, Personas y Órganos que son ciertos los rumores sobre lo que pasa en Tamaulipas, un estado que se ha ganado el apodo de “Mata-ulipas” porque 7.200 de los suyos han sido asesinados en los últimos cinco años, según datos oficiales.
Esa mujer narrará lo que muchos aún creen que es un mito: que a las víctimas les colocan chips para impedir que huyan, que los narcos se deshacen de los cuerpos con “técnicas” de horror, y que hay clientes que pagan por torturar y casi nadie de las víctimas se salva.
Casi nadie, excepto Daniela.
***Esta es una historia publicada por Vice News y la puede leer completa aquí.