My Happy Family (Mi Familia Feliz) es una genuina joya, procedente de la antigua República soviética de Georgia. Puede ser exótica por su procedencia y estilo, pero su materia prima es universal. La película —dirigida a cuatro manos por Nana Ekvtimishvili y Simon Grob— observa cuidadosamente a Manana (Ia Shugliashvili), profesora de Literatura, mujer de mediana edad, visitando un pequeño apartamento en renta. La siguiente escena la ubica en su casa de verdad: un apartamento de clase media, donde habita en ruidoso hacinamiento con su familia extendida.
Es fácil entender por qué quiere huir. Su esposo, Soso (Merab Ninidze), está más atento a las demandas de la vida social que al estado de ánimo de su mujer. Su hija Lasha (Giorgo Tabidze) quiere concebir un bebé con su pareja, Vakho (Giorgi Tabidze), y quizás por eso, no duda en escenificar despliegues públicos de afecto en el sofá de la sala. El hijo menor, Otar (Goven Cheishvili) pasa ensimismado con su computadora. Sus ancianos progenitores, Lamara (Berta Khapava) y Nino (Tsisia Qumsishvili) ayudan en lo que pueden. Viene su cumpleaños, y aunque Manana no quiere hacer nada, las expectativas pasan sobre ella como una aplanadora. Su decisión de mudarse es un desquite exquisito.
“¡Pero si yo hago todo el trabajo doméstico!”, dice Lamara, exasperada. Nadie puede entender que Manana quiera un espacio propio, un lugar donde puede ser la persona que es, sin verse condicionada por lo que se espera de ella. Este deseo nunca es articulado verbalmente, pero queda manifiesto en pequeños gestos y acciones: el pedazo de pastel que engulle en lugar de la cena, la guitarra que vuelve a tocar después de años de silencio. Los directores siguen a Manana desde cierta distancia. La cámara favorece planos abiertos y medios, observando cómo las personas se desplazan en los espacios que habitan, rodeados del detrito acumulado en una vida —el apartamento nuevo es, inevitablemente, libre de desorden—. No verá aquí secuencias editadas a velocidad vertiginosa, manufacturando puntos de crisis y catarsis. El estilo recuerda la mesura del nuevo cine rumano, tan poco intrusivo como contundente.
Pronto, Manana descubrirá que no basta con mudarse. Su hermano Rezo (Dimitri Oragvelidze) le encomienda “cuidar” de su hermana a un nuevo vecino. En su manera de ver el mundo, ella no puede ser absolutamente independiente. Necesita el cuido de un hombre, aunque sea un extraño. En la breve conversación, Rezo hace hincapié en que ella tiene marido, y que es “un hombre bueno”. La masculinidad vela por los suyos. Los condicionamientos culturales que limitan las decisiones de las mujeres se cristalizan en los pequeños dramas que surgen alrededor: la resolución de la relación de su hija, la vieja amiga de la escuela que sacó a su esposo de la ruina.
My Happy Family tiene sorpresas, pero el tono naturalista les infunde la textura de la vida misma. La película no especifica en que ciudad se desarrolla la acción. Bien puede ser Tbilisi o Managua, si cambiamos el lenguaje. El dilema de Manana no es muy diferente al que enfrentan silenciosamente las mujeres de casi todo el mundo, especialmente en los países donde la capacidad reproductiva, las condiciones de madre y esposa, se imponen sobre otros elementos identitarios. Los hombres son personas antes de ser padres, pero a las mujeres no se les concede esa gracia.
Puede ser que tenga que ajustarse al ritmo contemplativo, pero la paciencia es recompensada con creces. Anclada en la excelente actuación de Shugliashvili, My Happy Family es una de las mejores películas del 2017.
*My Happy Family está disponible en Netflix.