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“La coronación” de Donoso

La amargura, la acidez, el nihilismo, la desesperación conviven en la novela de José Donoso Esta novela confirma una vez más la tesis de que, entre una buena novela y una mala, sólo hay una pequeña diferencia: los detalles. Cualquiera, con un poco de paciencia, puede armar una intriga que tenga principio, medio y fin. […]

  • La amargura, la acidez, el nihilismo, la desesperación conviven en la novela de José Donoso

Esta novela confirma una vez más la tesis de que, entre una buena novela y una mala, sólo hay una pequeña diferencia: los detalles. Cualquiera, con un poco de paciencia, puede armar una intriga que tenga principio, medio y fin. Don Alberto Edwards decía que a los chilenos les faltaba eso: la paciencia. Todos los argumentos son aproximadamente parecidos y alguien ha reducido a treinta y seis las situaciones dramáticas. Basta suponer un amor, no importa cuál, contrariado por las circunstancias, un hombre que ama a una mujer o viceversa, y contar sus venturas, aventuras y desventuras para que los lectores empiecen a interesarse.

La cuestión es que sigan interesándose, que encuentren real la cosa y deseen averiguar su desenlace.

Ahí entra a operar el misterioso detalle.

Sintetizándola a grandes rasgos, ¿qué encierra Coronación? La historia de una vieja, muy vieja señora, medio moribunda, la de su nieto, un abúlico, mezclada a la de varias sirvientes, viejas como ella, aunque no tanto, o jóvenes. Nada más.

Como si quisiera justamente desafiar el concepto de “novelesco” unido al de acciones extraordinarias y personajes poco verosímiles, José Donoso plantea su relato de la manera siguiente: “Rosario mantuvo la puerta de par en par, mientras el muchacho apoyaba la bicicleta en los peldaños que subían desde el jardín hasta la cocina y lo dejó entrar con el canasto repleto de tarros, paquetes de tallarines, verduras y botellas”.

Cuando uno ha terminado la lectura y vuelve atrás y relee ese pasaje meditando esa frase inicial, ¡cuán cargada resulta de simbolismo y qué siniestros parecen el repartidor del almacén, su común bicicleta y hasta los paquetes de menestras!

Su novela comienza por la cocina y con la cocinera. No hay que sonreír de la escena ni burlarse del escenario. Tampoco es preciso considerarlos un refinado artificio o el obedecimiento a determinada escuela. La verdad es que empieza así, porque así debía empezar. Y no hay más razones.

Lo mismo la descripción de la casa y de la dueña de casa.

Señora rica, con hijos y con nietos, dotada de vasta parentela, viuda de un político y magistrado ilustre, cometió la heroína el error, cada día más frecuente, de vivir demasiado. Excedió cierto prudente límite y la organización entera de la familia sufría las consecuencias. Muertos unos, casados o ausentes otros, cada vez menos próximos y fieles los amigos, la venerable anciana, la respetable matrona, un tiempo celebrada por su belleza, su elegancia, su distinción, perdió, primero, su frescura, luego su madurez, por último la armazón de su inteligencia y hasta los restos de equilibrio mental, sin que pudiera llamársela rematadamente loca y recluirla, como mueble inútil. Todavía pensaba y, sueltos los muelles y los frenos de la educación, liberada de las conveniencias sociales y familiares, la señora se puso a hablar.

El caso no dejará de producir escalofrío a quienes ambicionan, como suprema bendición, una larga existencia.

La mujer, la señora de sociedad, la madre de un hogar opulento, fecundo, o no, constituye entre nosotros algo como un fetiche y ha sido un acierto de José Donoso el colocarla al centro de su obra, imagen representativa y eje superior en torno al cual gira el resto. Joaquín Edwards llama a eso el matriarcado chileno. Y tal vez, efectivamente, traiga su origen de milenarias supersticiones, de acatamientos ancestrales, tanto impera de alto abajo de todas las clases y se ha materializado religiosamente en el culto a la virgen, diosa que se levanta, incluso, por encima de Dios.

Tomado de Letras Chilenas.

La Prensa Literaria

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