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Rostro. Danilo Torres. Técnica mixta, años setenta. (LA PRENSA/Cortesía de Bayardo Gámez)

Las Medias Negras de Casilda Boniche

Publicamos parte del primer capítulo de la novela inédita e inconclusa de Danilo Torres, El Vuelo de la Esfinge, que refleja las relaciones entre la prostitución y el juego, como elementos estructurales de la dictadura de los Somoza “Tal vez haya en la naturaleza humana una tendencia a hacer soportar todo a quienes todo lo […]

  • Publicamos parte del primer capítulo de la novela inédita e inconclusa de Danilo Torres, El Vuelo de la Esfinge, que refleja las relaciones entre la prostitución y el juego, como elementos estructurales de la dictadura de los Somoza

“Tal vez haya en la naturaleza humana una tendencia a hacer soportar todo a quienes todo lo sufren por humildad verdadera, por debilidad o por indiferencia”
(Honoré de Balzac, Papá Goriot)

Última noche del año 1971. Sobre lo alto de la loma de Tiscapa cortan el firmamento entre azabache y azulado los trazos ígneos de dos, cuatro, seis luces de bengala, seguidas a lo inmediato por una carga cerrada de fuegos artificiales que derraman una incesante lluvia de colores, cortinas de diamantes y rubíes, abanicos de esmeraldas y topacios que irisan el quieto espejo de la laguna. En el Hotel Intercontinental, en las faldas del costado norte, los magnates y los ministros celebran las fiestas de fin de año. No lejos, en el jardín del Casino Militar, vestidos de gala, con uniformes blancos y charreteras doradas, dos oficiales de alta graduación brindan frente a la piscina vaciando en unas cubetas sus respectivas botellas de champán, luego beben a grandes tragos como sedientos caballos de carrera militar. Adentro, en el salón de baile, la orquesta de Julio Max Blanco toca un arreglo danzable de Yesterday, de los Beatles. Un remolino de parejas, de perfumes, de largos trajes femeninos e impecables uniformes van entrando en las corrientes vertiginosas de la danza.

El dictador se ha retirado temprano, después de saludar a sus colaboradores y sus socios en el Hotel y en el Casino, después de dejar a su esposa, celosa y resentida, en su mansión, todavía tiene que cumplir con el compromiso de amanecer el primer día de año nuevo junto a su amante oficial, su favorita, la despampanante beldad, Carola Thompson.

En los jardines del Casino, nuestros dos valientes oficiales (a quienes llamaremos coronel Solórzano y teniente coronel Vallecillo) hartos de champán, deciden entre risas vaciar el resto de sus cubetas sobre sus cabezas, el champaña empapa sus cabellos, sus orejas, corre por sus cuellos y sobre la pechera de sus camisas. No aguanto más, exclama Solórzano, creo que me he orinado de la felicidad. Yo tampoco, responde Vallecillo. Luego se abrazan ambos, antes de lanzarse con todo y uniforme a la piscina.

La euforia con que comienza en Managua el año 1972, parece justificada, el régimen dinástico del tercer Somoza está en pleno auge y esplendor. Anastasio II tiene inversiones en todos los rubros de la economía nacional. Es dueño de empresas, fábricas, aeropuertos, líneas aéreas y de marina mercante, lo mismo que de inmensas haciendas ganaderas. El oro corre a la velocidad de los aviones de la única línea aérea nacional, bajo el control de los tentáculos de la familia nefasta. Porque Anastasio III ya casi es mayor de edad, dirige su propio cuerpo de guardia pretoriana y al mando de sus esbirros se entrena para heredar la sangrienta satrapía de su padre.

Los ganaderos en general mantienen sus corrales llenos de ganado. Ganado cerril y forro. Ganado pesado apestoso a dinero, las ancas de las vacas están cagadas con una crema excrementicia color de dólares. Ganado es igual a dinero líquido. Dinero en efectivo. Porque la carne de primera es producto de exportación. Una cabeza de ganado vacuno es un pagaré a la orden, una letra de cambio, un cheque al portador, un valor de mercado que se mueve con la rapidez, con la celeridad y con la certeza de un lingote de oro macizo.

De oro puro son las mancuernillas que lucen en las muñecas los ganaderos nicaragüenses. Los ganaderos chontaleños rivalizan en lujo con los montados sauceños en materia de “toyotonas” y lujosos aperos de equitación. No se quedan atrás sus amigos cafetaleros de Matagalpa y Jinotega, los madereros de Nueva Segovia y los pujantes tabacaleros de Estelí.

Los algodoneros leoneses circulan en sus Mercedes Benz, recién desembarcados sobre las rastras que regresan de Corinto de descargar los miles y miles de miles y miles de pies tablares cercenados de los enhiestos pinares, cadáveres de gigantes vegetales, que han sido arrancados de cuajo por las motosierras asesinas en las montañas segovianas operadas por los obreros de la EMAGON y la YODECO bajo el mando de sus despiadados ejecutivos foráneos. Los mismos que se encargan de exportar hacia República Dominicana y Puerto Rico las tucas arpilladas donde una vez crecieron en las serenas bellas serranías de Jalapa, Dipilto, Darailí, El Escambray, San Fernando, Santa Clara, Rodeo grande, Condega, Macaralí, hasta dejar la tierra en llaga, transformada en cerros pelados, como un culo de pollo chamuscado, como lunares desérticos donde dejan de cantar los risueñores, cesan de aullar los monos cara blanca, se dispersan y son diezmadas las manadas de coyotes, son exterminados para siempre los venados, que libres como el viento medían a soberbios saltos las grandes extensiones silvestres sobre esas ruralidades.

El oro corre a chorros como el sudor en la frente de los obreros agrícolas que dejan su vida en las plantaciones de algodón y ajonjolí en las llanuras del Pacífico nicaragüense. Mana a chorros cual la sangre derramada en las cantinas, garitos, bares y prostíbulos que florecen como hongos en invierno bajo el auspicio de los alcaldes, bajo el padrinazgo de los curas corruptos, bajo el compadrazgo de los diputados, bajo el férreo control de los esbirros militares del régimen despótico.

Mana el rubio metal a torrentes, como corre la sangre que en esos lupanares los ofendidos, los humillados, los maltratados peones desgraciados derraman entre sí, bajo el influjo del ardiente ron para hombres muy hombres, Flor de la Caña, licor vil que sus propias manos siembran, procesan y refinan en beneficio de los pocos, de los cultos, educados, despiadados, feroces y cristianísimos dueños de sus vastas plantaciones e ingenios.

II

Caminando por la carretera, por las cañadas, las quebradas y los valles rurales, entre aroma de pinos, cantos de jilgueros y brisas primaverales Casilda Betanco, era una bella chavala campesina de ojos verdes, con sus cabellos color de bronce mecidos por el viento. Su vida transcurría de manera sencilla, sin grandes sensaciones, sin mayores aspiraciones, pero sanamente y sin apuros. Hasta que de repente, en un parpadeo, se vio envuelta en un remolino de acontecimientos que la arrastrarían como una hoja seca, como un papel ajado, como una tira de trapo revolcada, no supo cómo, ni dónde, ni cuándo, sino hasta que tomó conciencia, de golpe y porrazo, como sacudida por una descarga de 220 voltios, de estar sumida en el fondo de un abismo, humillada, abyecta, empantanada en unas ásperas circunstancias.

De repente, al cabo de una serie de amargas peripecias, se veía a sí misma tendida a lo largo de un sofá rosado, vestida con ropa interior negra y transparente. Alojada, como en un pensionado de señoritas, en un ambiente de rufianes y prostitutas, de roconolas y coimas, de alcahuetas y tahúres.

Casilda, por supuesto, no era la única nueva en aquel negocio, cuyo letrero anunciaba eufemístico: bar El Gancho de Palo, había cuatro muchachas más, Emelina, Irma, Lola, Gina, todas novatas igual que ella. Todas avergonzadas, como gallinas compradas, escondiendo su humillación en los rincones, no se atrevían a hablar mucho entre ellas.

— Prestame tu champú, Emelina, que ando horrible este pelo.

— Ay, Dios mío. ¿Quién tiene una plancha? Esta falda me quedó toda arrugada. Ese gordo barbudo que se quedó conmigo era un salvaje.

— Ahí te vienen a buscar, Lolita.

— No es a mí.

El que entró fue Uriel Pacheco, alias el Cadejo, poniendo cara de importante, lo que significaba que no iba a hablar por sí mismo sino a transmitir un mensaje de su superior:

— Manda a decir el jefe que le lleven en un taxi a la Casilda.

— ¿Quién es la Casilda?

— Yo, dijo ella, levantándose. Se calzó las pantuflas, se envolvió en un vaporoso salto de cama, sacudió enérgica su cabellera color de bronce. “Vámonos”, dijo.

Con todo, a Casilda Boniche le quedaban algunos puntos de ventaja a su favor. Desde hacía dos semanas era la favorita del jefe de los jefes, era mejor dicho la “jaña” de don Aquileo Chavarría. Como era la más bonita entre todas las novatas del burdel El Gancho de Palo, don Aquileo la había comprado, había hecho un negocio con la dueña, le había entregado en cambalache un lote de alhajas que algunos finqueros incautos habían dejado empeñadas en las mesas de juego, para quedarse sólo para él con la chavala novata, medio campesina todavía, con las piernas fuertes que dejan las caminatas de montaña y con la piel sedosa que madura abrigada en las regiones altas de clima templado.

Casilda no se había percatado cómo, ni dónde, ni cuándo había quedado además de cautiva seducida por aquella vida, porque simplemente desde el primer día que vinieron a traerla para que conociera a don Aquileo, se había sentido totalmente sometida. Jamás presintió todas las secuelas que le traería convertirse en objeto de los impacientes caprichos de aquel hombre que imperaba desenfadado y risueño, pero estricto y despiadado en todo aquel ámbito de despilfarros, apuestas y parrandas.

Durante las horas de melancolía, en las madrugadas de desvelo, luego de varias noches de insensato zafarrancho, mientras don Aquileo Chavarría, ebrio y desnudo, ahíto de sexo y alcohol, roncaba despatarrado sobre la cama king size, con la barriga prominente y el tórax sembrado de pelos crespos al aire, Casilda recordaba su niñez, su adolescencia, transcurrida en el caserío de San Hilario. Se miraba niña corriendo por un campo arado, saltando cercados, pasando quebradas, acercándose a las fincas, a los corrales de ordeño, o bajando a San Hilario, para asistir a misa, cuando acertaba a llegar al caserío algún cura misionero. Todos esos recuerdos venían siempre a parar al mismo punto: la mirada de Jesús Cardozo.

Porque mucho menos pudo Casilda percatarse de que aquel caluroso día durante el cual conoció a Chungo Rubio, es decir, a Jesús Cardozo Rubio (también conocido como Chungo Gavilla, pero eso lo supo Casilda mucho después) se iniciaba la larga cadena de aventuras dudosas, de inenarrables sufrimientos, de soportar humillaciones sin par y groserías inauditas que iban afilando, puliendo, refinando sus armas físicas y psicológicas de mujer pero en cambio le iban secando poco a poco el alma.

Había sido un miércoles de Pascua, un día simple lleno de sol. Un día cualquiera sin ninguna novedad, porque a San Hilario raramente llegaban noticias de las rutinarias apariciones de la barbarie humana que reportaban puntualmente los titulares que los voceadores de periódicos anunciaban en las ciudades grandes.

Las noticias habituales que caracterizaban la situación durante aquellos años de opresión y dictadura de la familia Somoza (huelgas, represión, masacres, detenciones, desapariciones, asesinato de estudiantes, violación de campesinas, las tropas de la GNN lanzadas contra las multitudes inconformes.

La Prensa Literaria

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