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Miseria

Contagiado de la malaria de la desdicha luchó contra el girasol de sombras y fantasmas del pasado abrazado a la cama de concreto. Su mundo había desaparecido en los energúmenos y avasallantes submundos de la hermética realidad personal, en donde el sexo, poder y corrupción, habían dejado de ser una debilidad o un vicio. Miró […]

Contagiado de la malaria de la desdicha luchó contra el girasol de sombras y fantasmas del pasado abrazado a la cama de concreto. Su mundo había desaparecido en los energúmenos y avasallantes submundos de la hermética realidad personal, en donde el sexo, poder y corrupción, habían dejado de ser una debilidad o un vicio.

Miró en el espectro del metálico planeta, lugares, puertas, personajes, banderas y traiciones. El vasto espacio le traía a la memoria las ocultas pruebas de su relativa inocencia. En un vaho caliente del éxtasis del sopor de su ensueño miró la casa de metal, barro, plástico y cartón. Se sentó en una piedra volcánica que estaba en el umbral del antro, y hecho un adalid se puso a platicar con Dios que se encontraba en estado de inanición. Sus mentes vagaron por lugares ostentosos, oscuros, lejanos, olvidados, solitarios, y hasta desconocidos. Miró el trono vacío, con su cetro tirado en el retrete de casa presidencial.

“La familia está hecha jirones, cuchitril, esquizofrenia, caos, mórbido teatro de la noticia llena de pústulas políticas. Es menester una higiene mental del pretérito para salvar al paupérrimo y débil futuro”, le dijo un querubín en medio de la oscuridad de ajenjo y porquería.

Cuando el bermejo crepúsculo se filtró en los miles de agujeros del desvencijado techo de latas. Y el fulgor se terminó de instalar en el incipiente ambiente urbano, una mueca le perturbó el mísero remanente de dolor. Consternado salió afuera con la resaca en los húmedos huesos, y al ver una trifulca de chavalos que peleaban por una basura, lloró, sollozó mirando al cielo, que como una panacea de alabastro se comenzaba a enrollar en una sombra de oropel internacional.

En el caserío “La Flor”, aquel día la tierra se tiñó de rojo; porque la hambruna se había comido a los dos perros de Miguel y al envejecido niño genio del ghetto, los indigentes lo hicieron alfeñique.

Richard Estrada buscó alivio en una botella de alcohol noventa, absorbió el psicotrópico, y echándose en el lodazal de Sudán, Vietnam, basurero londinense, y chinas, lamentaciones musulmanas, hebreas, asiáticas y centroamericanas se puso a cantar el himno del decrépito partido político.

“El capitalismo salvaje sacrifica al miserable en un subrepticio holocausto mundial”, le dijeron los fenómenos sociales que se encontraban colgados en el aro gris de la aurora.

Al caer el encendido ocaso detrás de los cerros, llovió. La lluvia ácida hacía crujir los techos de la deplorable aldea, haciéndolas más tristes. El sonido de la avenida era adulto, moderno, megatecnológico e industrial. El tiempo era uno, dos y la mitad de uno. Sustentable y global, mal y muerte. Y en el charco de revelaciones se reflejó la cruel realidad de todos, principalmente la del maldito sistema hecho blasfemia.

Cuando el tambor del revólver anual del tiempo llegó a su fin, los círculos verticales de la ciega justicia se detuvieron en el reo, y en la nueva y paciente rueda de la deliberación apareció la esperanza.

El ex mandatario despertó de su letargo, lúcido, claro, y con su conciencia sana en la febril celda, en donde permanecía preso por corrupto y violador.

Se levantó de su pétreo lecho con nuevos bríos, docto y humano. Y en aquel preciso instante Richard descubrió el secreto del perdón en el corazón, al salir en libertad.

La Prensa Literaria

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