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Escultura de Aparicio Arthola.LA PRENSA/ARCHIVO

Payo Tábora

Eran aproximadamente seis los fámulos del vetusto instituto, todos ellos personas de muy escasos recursos, provenían del campo y “gozaban” de una beca a cambio de trabajo en el colegio. Ayudaban a servir las mesas, barrían el instituto y hacían los mandados de sus compañeros. Esta costumbre posiblemente heredada de Europa y los Estados Unidos […]

Eran aproximadamente seis los fámulos del vetusto instituto, todos ellos personas de muy escasos recursos, provenían del campo y “gozaban” de una beca a cambio de trabajo en el colegio. Ayudaban a servir las mesas, barrían el instituto y hacían los mandados de sus compañeros. Esta costumbre posiblemente heredada de Europa y los Estados Unidos donde aún existen estos trabajos, eran las obligaciones que los fámulos tenían para el casi tres veces centenario Seminario San Ramón.

Rafael Tábora tendría unos 11 años, atendía el tercer grado de primaria y por ser listo, el mudo, a base de señas y de escribir las respuestas en el pizarrón, era el mejor alumno de su grado. Payo Tábora no tenía complejos, se defendía de mil maneras, hacía sus deberes siempre alegre, casi cantando. De facciones finas, Payo era bien parecido y aunque humilde, siempre salía en las veladas del colegio.

Los internos nos divertíamos jugando beisbol, “arriba la pelota”, practicando esgrima con espadas de madera y muy de vez en cuando, sorprendiendo a clérigos pecaminosos en escenas comprometedoras. El rector del Seminario San Ramón merecía llamarse magnífico.

Era un sacerdote digno y justo, sabio y exigente. Educado a la antigua, nos amenazaba frecuentemente con una “mama Juana”, tahona o coyunda de cuero tejido que zumbaba en nuestros oídos y a veces caía cadera abajo, dejando pequeños cardenales que marcaban una oportuna corrección. Su castigo más leve, súper leve, consistía en subirnos a la famosa muralla con los brazos cruzados y en posición de firme. Desde lejos los compañeros nos hacían burla o nos invitaban a jugar, sabiendo que era imposible zafarnos del castigo.

Nuestro dormitorio consistía en tres largas hileras de camas, separadas cada una por un artefacto de hierro y alambrón, cuya base de cuatro patitas se abría en forma circular para soportar en su centro una palangana y un pichel, allí solíamos lavarnos manos y dientes al acostarnos cada noche. La uniformidad del dormitorio se rompía en cada “piecera”, donde colgaban sin la menor estética, toallas de diferentes tamaños y colores.

Para las fiestas del patrón del Seminario, San Ramón Nonato, día de Mercedes –Virgen patrona de la ciudad— y el cumpleaños del Obispo, se preparaban inocentes veladas en las que aburríamos al público y recibíamos forzados aplausos entre bostezos, bromas y gritos de júbilo por haberse terminado la función. En esas fechas, mi normal simpatía por El Mudo Tábora, desaparecía totalmente, pues mientras yo me “volaba” los tres actos hablando como un loro, gesticulando y robándome las escenas de mis compañeros, Payo Tábora aparecía solamente un minuto y los aplausos de las niñas de La Asunción o las parientes de los curas, eran atronadores. “¡Claro!, así quién no,” murmuraba yo envidioso, “me jodo en los tres actos y este mudo del carajo aparece un ratito haciendo las veces de Jesús y ahí están los aplausos…”

Sin lugar a dudas, la competencia era desleal: el mudo de ojos grandes, nariz recta, rubio y con las barbas y el pelo que le quitaban los curas a la imagen de San José de El Pase, para acomodárselas a Payo Tábora, eran demasiada artillería para contrarrestar la normal figura de un chavalo sin más tradición que el coraje de procurar ser un buen actor. En esos días El Mudo Tábora se crecía, aunque poco tiempo después su alegría contagiosa nos hacía olvidar las diferencias.

En el Parque Central frente a la Catedral, estaba el kiosco de música, desde donde el hermano Agustín dirigía la orquesta del Hospicio San Juan de Dios todos los domingos y días feriados. A un costado del kiosco la Chela vendía el mejor “fresco” de cacao del mundo y también una extraordinaria torta de canela. Durante varios días, planeé mi cruel venganza contra El Mudo Tábora. Un domingo en la noche, cuando el diácono inspector llamó a dormir, le hice señas al mudo para que me fuese a comprar un refresco. Payo Tábora aceptó de inmediato haciéndome la señal de serrucho, a la que yo asentí sin dilación. Le di cuatro billetes de 25 centavos para comprar su refresco y el mío y sendas tortas.

El mudo corrió diligente para hacer el mandado, yo subí corriendo hacia el dormitorio, quité pana, pichel, vaso y jabonera. Volteé el tururo y tomando una sábana blanca, la coloqué sobre la armazón y me escondí en el descanso de las gradas. Allí levanté mis manos sobre mi cabeza para sostener el aparato de alambrón cubierto por la sábana y empecé a bajar las escaleras cuando escuché los pasos de El Mudo Tábora. Mi figura, extraordinariamente alta era la de un fantasma; y la luz de la luna me favorecía ampliamente. El Mudo no se hizo esperar, al ver mi espectral forma, salió como alma que se la lleva el diablo… cayeron de sus manos los refrescos y las tortas; y cuando yo me quise retirar, también un poco asustado, sólo pude escuchar un ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Ma-mi-ta… mientras Payo Tábora corría despavorido. Ese día El Mudo Tábora dejó de ser mudo. ¡Habló del puro susto!… pero desapareció para siempre del colegio.

Amigos chinandeganos de Payo dicen que no regresó por vergüenza, pues iban a pensar que se hacía el mudo, otros hablaban del milagro y del espectro. La verdad es que un día encontré a Payo Tábora montado en brioso corcel en la feria de Expica; y hablando hasta por los codos me dijo alegremente: “Vos creés que me jodiste, si yo ahora hablo mejor que vos”.

La Prensa Literaria

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