14
días
han pasado desde el robo de nuestras instalaciones. No nos rendimos, seguimos comprometidos con informarte.
SUSCRIBITE PARA QUE PODAMOS SEGUIR INFORMANDO.

Meditando.Pintura de María Gallo.LA PRENSA/Archivo

Mi madre no se olvidó de mi cumpleaños

María Lourdes Oporta Suárez Mi familia la conformamos cinco hermanos: Luisa Inés Salas José, Carlos Iván Salas José, Dora Emilia Samara José, Claudia Elena Samara José y yo, la menor, que adopté los dos apellidos de mi madre porque nunca quiso decirme quién era mi padre. Una vez me dijo mi primo: yo creo que […]

  • María Lourdes Oporta Suárez

Mi familia la conformamos cinco hermanos: Luisa Inés Salas José, Carlos Iván Salas José, Dora Emilia Samara José, Claudia Elena Samara José y yo, la menor, que adopté los dos apellidos de mi madre porque nunca quiso decirme quién era mi padre.

Una vez me dijo mi primo: yo creo que somos hermanos. ¿Por qué decís? —le respondí— por una discusión que oí entre tu mamá y mi mamá. Nunca quise saber la verdad y ni me atreví a preguntar, mejor así. No deseaba tener aquél padre.

Cuando alcancé los 7 años de edad se casó mi prima y a la semana estaba nuevamente en la casa. Se comentaba entre dolor y llanto que el marido la había regresado y no comprendí nada. Tampoco entendí por qué se decía de manera sigilosa que ese señor a quien me adjudicaban de padre ª la tocaba desde los 10 años.

Mi prima nunca volvió a involucrarse con ningún varón y se quedó en la casa hasta que murió a la edad de cuarenta años. El marido nunca le pidió el divorcio ni ella se acordó que había un vínculo. Nunca se indagó de su vida, sólo se supo que se fue a Costa Rica. Ojos que no ven corazón que no siente —pregonaba ella—.

A los 13 años mi madre tuvo que dejarme, decidió rehacer su vida con un señor taxista y se fue a vivir con él a Panamá. Yo me quedé con Luisa, mi hermana mayor, y sus tres hijos. Vivíamos en el barrio Monseñor Lezcano. No había noche que no llorara, me sentía triste, sola y pensando siempre en mi mamá.

Cuando alcancé los 14 años me fui a vivir con un hombre veinte años mayor que yo. Él pesaba 150 libras, yo 115. Alquiló un cuarto y nos acomodamos. Trabajaba de contador en una oficina del gobierno. En la casa no faltaba nada, sólo la tranquilidad. Se llamaba José de la Cruz y tenía una camionetita Toyota.

Tres veces a la semana llegaba ebrio y esto le estimulaba la ira, gritos, empujones, mandatos, hasta que el sueño lo vencía y volvía la paz al cuarto. Yo aprovechaba para quitarle la ropa y prepararle la del día siguiente. En sus bolsillos encontraba prensadores de pelo, trabas, labiales y se los volvía a acomodar en la otra ropa. Cuando él los encontraba me los tiraba encima.

Un martes por la tarde llegó mi hermana y me contó que una señora traería a mi madre de Panamá, que venía enferma de los nervios. Realmente se le veía muy mal y a la semana tuvimos que internarla en el hospital siquiátrico. Lloré mucho por su estado físico y mental. Nunca supimos qué le pasó, pero cuando le mencionábamos a su compañero se tornaba inquieta o se descompensaba, aunque también le afectó la historia de mi prima.

El 8 de diciembre, día de mi Santo, cumplía el cuarto mes de embarazo. A las 4:00 de la mañana golpearon a la puerta. Abrí y estaban frente a mí tres hombres vestidos de mariachi. ¿Usted es la señora de José de la Cruz Reyes Amador? ¿Usted es Adelaida Concepción José Cordonero? Sí —les respondí— ¿Dónde está él? —les pregunté—. Su marido está en la morgue. Andaba muy tomado y no pudo controlar la camioneta. Le traíamos una serenata y mire lo que pasó, él propuso y Dios dispuso y siguieron hablando y hablando, quién sabe qué más dirían. Me sentí en el aire, pensé en mi hijo o hija, en el pago del cuarto, en la comida, en todo. Cuando se fueron los mariachis me senté y lloré. Diosito me perdone pero en medio de la desgracia sentí un hilito de alegría con su muerte.

Media hora pasé así y después llamé a su familia y nos fuimos a la morgue.

Varias noches las pasé a ojo abierto, sentía temor y cuando lograba un poco de sueño escuchaba sus carcajadas y desde el mosquitero lo miraba aproximarse a la cama. Yo cerraba los ojos y rezaba. Tal vez eran pesadillas, tal vez era temor por estar sola, tal vez se fue con el pesar de no haberse despedido de mí, de su hijo, porque fue varón, tal vez se arrepintió de todo y por eso llegaba o tal vez no porque las expresiones de su cara y el tono de su risa inspiraban temor y no un gesto de arrepentimiento; no era un rostro compungido. Hoy a tantos años de su partida me pongo eriza cuando me acuerdo, por eso me costó mucho vencer el miedo que le tenía vivo y muerto.

Mi madre continuó en el hospital, yo me dediqué a lavar y planchar ropa. Me matriculé en el Colegio Ramírez Goyena porque tenía como meta bachillerarme y entrar un día a la UNAN a estudiar una carrera. Tenía fe en mí que lo lograría, por mi hijo también.

Era el 30 de mayo de 1972. Cumplía 15 años. Ese día me sentí triste y lloré. Pensé en mi madre. Decidí prepararle algo y llevárselo a la hora de visita que era de 2:00 a 4:00 de la tarde, pero no hubo necesidad de ir. A las 11:45 de la mañana golpearon a la puerta. Abrí. Ahí estaba mi madre, aún vestía el uniforme del hospital y en sus manos cargaba una rosa roja: se había salido del siquiátrico. Hoy es tu cumpleaños —me dijo—. Desde ese día se quedó conmigo. Nunca la llegaron a buscar.

La Prensa Literaria

Puede interesarte

×

El contenido de LA PRENSA es el resultado de mucho esfuerzo. Te invitamos a compartirlo y así contribuís a mantener vivo el periodismo independiente en Nicaragua.

Comparte nuestro enlace:

Si aún no sos suscriptor, te invitamos a suscribirte aquí