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Ilustración/LA PRENSA/Luis González

La leontina de la abuela

Comenzó a recordar… —Creí que no deseabas hablar más conmigo —expresó ella. —Creí que me habías escuchado más de lo que debías, que ya no deseabas escuchar —ripostó Roberto. Se observaron…, ninguna mueca…, ningún sonido articulado, a veces los entendimientos prescinden de las palabras. Roberto recordó aquel encuentro, más bien el reencuentro con Margarita y […]

Comenzó a recordar…

—Creí que no deseabas hablar más conmigo —expresó ella.

—Creí que me habías escuchado más de lo que debías, que ya no deseabas escuchar —ripostó Roberto.

Se observaron…, ninguna mueca…, ningún sonido articulado, a veces los entendimientos prescinden de las palabras.

Roberto recordó aquel encuentro, más bien el reencuentro con Margarita y el intercambio de frases, tras un prolongado mal entendido, mientras remangaba el saco y camisa, un vistazo de reloj… Las 5:30 p.m.

Pese a su calma aparente para el resto, deslizaba de su frente cantidades abundantes de humedad, denotando la espera que cuando se amasa desespera. La novia no llegaba.

Los familiares de la novia pedían calma.

El sacerdote, sofocado entre la vestimenta, con alba y estola puestas, miraba de igual e insistente forma el reloj.

—¿Y la novia? —le preguntó el religioso.

—No ha llegado padre.

—¡Doña Teresa! ¿No acordamos a las 5:00 p.m.?

Los murmullos soterrados se multiplicaban, las miradas cruzaban, vistazos por la ventana, un niño que entra para informar… otro que sale del extremo de la nave lateral de la Iglesia para ver.

—¡Nada! ¡No viene nadie abuelita!

Sacó doña Teresa la leontina del difunto marido para ver la hora… las 5:32 p.m.

—¡Margarita! ¡Margarita! —entre dientes, pronunciaba doña Teresa con un disgusto que no disimulaba ni se disipaba.

—La abuela está disgustada —fue la frase común.

Ya las cosas no orbitaban en torno a la llegada de la novia, ya andaban en la periferia de la abuela, la atención circundaba cada movimiento de la anciana.

Con paso lento, aquella mujer de temple, avanzó a la salida de la Iglesia, mientras el camino se abría entre los presentes con inmediatez con sólo dar un paso, otro y otro…

Se detuvo.

—¡Ya viene!

—¿Cómo lo sabe madre?

—¡He dicho que ya viene! —dijo y regresó sus pasos al asiento.

Sin confirmarse por los niños, ni desde puertas o ventanas, todos lo tuvieron por hecho cierto e indiscutible.

—¡Ya viene, vayan a sus lugares! —fue el rumor.

Un par de minutos… una mujer vestida de blanco entró por la puerta ancha del pabellón central, acomodándose el velo, recogiendo la falda, y con un taconeo que denotaba y convencía de una supuesta prisa… y destiempo.

La novia… La abuela… Las miradas cruzaron y se amarraron desde la entrada a la primera fila del altar, sin cabeza que mediase o interrumpiera entre los dos pares de ojos.

Serena, con un bastón que apretó más fuerte, metió la mano y sacó nuevamente la leontina, observó y contuvo una respiración que exhaló con parsimonia, ninguna palabra.

La novia bajó la cabeza, entendía perfectamente el gesto, bajó el velo, y levantó el rostro… las señas rápidas en una esquina, golpes a una puerta que daba acceso a un segundo piso donde está el piano.

La música nupcial…, da inicio al ceremonial.

Roberto, sin mutar palabra, con su cabello un poco plateado, se pone de pie, se ajusta el saco, la corbata, las mangas, se pasa el pañuelo… mientras acomoda su silla desde el altar.

El sacerdote ha salido de la sacristía, precediendo hacia el altar una comitiva de monaguillos.

Del brazo de su padre avanza la novia, en el trayecto, la música diluye poco a poco la tensión, la distancia, los malos entendidos, los nuevos desencuentros, aflicciones, nervios y temores de fracasos.

La misa ha comenzado…

Teresa observa, con vista que atraviesa una burca, tira la mirada al velo, lo levanta, penetra el ojo y en él llega al pensamiento, y sus ideas se agolpan con las de Margarita.

Da la vuelta con difícil discreción ante la atención del acto litúrgico, se dirige por el borde de la Iglesia unas bancas atrás.

El cortejo avanza, la música suena, los olvidos convenientes borran lo recién pasado que ya no se deberá recordar, la ceremonia ha entrado por lo alto, desarrollando su pompa de clase media.

No hay recuerdo de unos minutos anteriores.

Margarita sonríe forzada, más no vale, su rostro no se distingue dentro del velo.

Sabe que es bella, pero no se ve.

Llega al altar, el cura da la señal. Cantos gregorianos, a la antigua usanza, a sus 70 años, para la abuela, es difícil cambiar de estilo y gusto.

Ha pasado la liturgia de la palabra, el sacerdote baja con su libro de liturgia matrimonial.

Margarita ve en los pasos, el acercamiento al cadalso, no hay escapatoria… pero hace recuerdos y la abuela estaba sentada en la banca delantera.

Sin más, da un tirón, una vuelta en redondo sobre el zapato de tacón, recoge con sus propias manos el vestido y corre en remolino a la puerta por donde entró.

El novio paralizado no entiende…, el sacerdote se detiene en medio de las gradas sin saber qué hacer… las filas se desconciertan, el rumor corre como ola de estadio de futbol para atrás en tanto avanza, más fuerte… más fuerte… más rápido y antes de cruzar la mitad, la bulla arde en toda la Iglesia, gritos, llamadas, aullidos, llantos que van quedando como una estela en las aguas del mar…

—¡Margarita…! ¡Margarita…!

—Hija, ¿qué te pasa?

El incendio funde todas las voces de hombres y mujeres, no hay verdaderamente nada claro. Cuando de repente, sale de una de las filas una figura que agarra y jala en seco la mano de la Novia, degüella todos los gritos… no más gritos. Silencio absoluto.

—¡Es la abuela!

La novia siente el hierro de unos dedos viejos y fríos… se detiene con la brusquedad que uno mismo se da al detenerse para no lastimar en la carrera a alguien especial.

La abuela mira y observa con gradualità en el contorno, tira a cada ser presente la mirada de mando indiscutible, de quien no explica ni discute ni siente la necesidad de hacerlo. Va a decir algo y la ola ha bajado definitivamente su cresta.

—¡Está nerviosa! —dice en alta voz—. ¡Se va a sentar aquí a mi lado! Lo decidirá ahora o más tarde, pero hoy.

La trajo consigo a una banca sin soltarla.

No preguntas, no comentarios. No hay nervios. La abuela tiene el control.

Ningún paso fuera de la Iglesia, ningún intento de irse de nadie. Los mayores conversan, en tanto los principales platican y distraen al cura, mientras la abuela y Margarita deciden.

No hay salida, no hay prohibición, simplemente esperan a la matrona.

A los sesenta y cuatro años… Margarita observa desde una banca, a mitad de la Iglesia, la ceremonia de un matrimonio en el altar mayor de catedral, vigilante, serena, llena de tradición de los tiempos… en un pueblo pequeño.

El matrimonio terminó.

Esta vez la novia no ha salido corriendo.

Roberto con el cabello totalmente plateado y más bien ya escaso, hace una casi imperceptible sonrisa…

—¡Margarita, ella no se correrá del altar! —le dice.

Margarita toma su bastón, y con ambas manos presiona con firmeza la empuñadura. Mete la mano en su bolso femenino de mujer madura.

Se activa un soplo de viento fuerte que bota el velo de la novia —un grupo corre tras él para evitar que se ensucie logrando atraparlo—, se restriega en las graderías de la Iglesia y desliza con exactitud perfecta en su corriente sobre un piso que presta tanta facilidad que pareciese lubricado para tal motivo, curvando su dirección al topar en el paréntesis de las piernas de Margarita, sopla en sus faldas, entra en sus carnes, roza su cintura, modula sus pechos y sale por un almidonado cuello de vestido elegante color gris. Un viento corrido y corriente, que apacigua sus brazos al tomarla por completo en piel y carne.

Sergio, quien a la distancia la sigue lo notó, llegando hasta él la última astilla de buen talco y perfume de mujer de edad. Aún la sigue viendo joven, bella, hermosa y deseable como hace 45 años.

La matrona lo miró con la finura de la punta de una aguja china, pegó y se ensartó en el ojo de Sergio…, en su retina…, hundiéndose en su interior… Pero fue secuestrada en ese instante de la mano con la violencia de la delicadeza y dándole vuelta la hizo bailar tan desnuda y flexible como en sus 19 años, en un cerebro que le esperó desde sus pensamientos en su interior más profundo, con toda la mueblería de los buenos recuerdos y deseos que da el alma de un ser humano.

Cerró sus ojos Margarita, derramando un par de lágrimas en cada uno de ellos. Con ello cerró un capítulo.

Un gajo de lágrimas se deslizó, esta vez sin contención, por su rostro, mejillas, vestido y cuello de Margarita que mojó aquel talco perfumado.

Sacó la mano del bolso, y con ella trajo consigo una leontina…

La leontina del abuelo, la leontina que dejó el abuelo a su abuela.

El nieto de Margarita… la nieta de Sergio… ahora serían marido y mujer. No era por temor a que huyese que ella sacaba la leontina, era por el recuerdo de algunas cosas que se quisieron y amaron en la vida, pero que nunca fueron posibles.

La Prensa Literaria

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