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Obra de Carlos Barberena De la Rocha.LA PRENSA/U. MOLINA

El Gritón

Era el 12 de octubre de 1978, fecha del cumpleaños número 31 de Erik Cerafín Leiva Flores, experimentado cazador de la comarca de Chiquilistagua, quien desde que nació residía en esa región con su familia, en el kilómetro 13.5 de la Carretera Vieja a León, y para él, la mejor manera de celebrar su cumpleaños […]

Era el 12 de octubre de 1978, fecha del cumpleaños número 31 de Erik Cerafín Leiva Flores, experimentado cazador de la comarca de Chiquilistagua, quien desde que nació residía en esa región con su familia, en el kilómetro 13.5 de la Carretera Vieja a León, y para él, la mejor manera de celebrar su cumpleaños era yendo a las montañas circundantes junto a sus intrépidos amigos para cazar venados, cusucos y hasta iguanas para una buena sopa.

Ese día fue propicio para enrumbarse hacia la región denominada “Línea de Fuego”, en la hacienda Sinaloa, a la que se llega entrando en el kilómetros 17 de la Carretera Vieja a León, hacia el Sur. Estando en el lugar, Erik y sus amigos ubicaron cada quien un sitio idóneo donde apostarse para pasar largo rato en silencio, atisbando y escuchando hasta el más leve ruido de la hojarasca, lo que les permitiría conocer los pasos cautelosos de un venado o de caza menor.

Erik se quedó solo, y como buen conocedor que era de la región buscó un árbol de tempisque, el que era propio de esas tierras, que soportara su peso y que tuviera buen follaje para ocultarse. Además, que estuviera botando sus dulces frutos parecidos al mamón, que eran apetecidos por los venados para alimentarse, además, se escondió de tal forma que las ráfagas del viento no delataran su presencia ante el excelente olfato de los mamíferos.

Silencioso comprobó la hora en su reloj y vio que eran las 8:00 de la noche. A pesar de la oscuridad Erik no tenía miedo, estaba acostumbrado a quedarse a solas en la penumbra, y mientras estuviera arriba de un árbol había menos riesgo para su vida, ya que desde allí chequeaba mejor su entorno.

El cazador tenía alerta sus cinco sentidos, cuando a lo lejos, como a unos dos km se escuchó un grito atronador, como de alarma, pero espeluznante, lo que creó un total silencio a su alrededor; Eric sintió que los vellos de sus brazos se erizaban con dolor, al comprender cuán solo se encontraba, sin nadie a quien acudir o pegarle un grito de comunicación, o a quien pedir ayuda en caso necesario. Su pensamiento voló haciéndose esas preguntas y temores internos, cuando por segunda vez se escuchó otro grito, más fuerte aún, terrible, y más cerca, como dirigiéndose hacia él.

Erik estaba paralizado, sin acción, y luego a tan sólo unos 500 metros de distancia escuchó un pavoroso tercer grito que lo estremeció hasta los huesos. Su fortaleza espiritual y de temerario cazador lo impulsó a montar el rifle para disparar con sus dedos engarrotados, pero firmes, diciendo: “Dios Mío, acompáñame, defiéndeme, no me dejes solo que te necesito”. Y rezó y rezó con toda su fe y fuerza, al comprender que el ente que gritaba cada vez más cerca de él era diabólico, sobrenatural, conocido y llamado por los antiguos cazadores de la región como “El Gritón”. El hombre dijo para sí: “De aquí no me bajo, y si el diablo se me pone enfrente lo tiro, porque ando balas ‘compuestas’ (talladura en el plomo en forma de cruz, con cabellos de niño bautizado entre sus canales, tapados con cera bendita)”.

La última sorpresa del cazador fue que “El Gritón” pegó un último y terrífico grito debajo de donde él estaba, y luego… nada. Erick no supo si pasó debajo del árbol, si se esfumó o qué fue lo que pasó. Lo cierto es que sus carnes y huesos temblaron aterrorizados hasta el tuétano y la maligna presencia la sintió pegada a su piel como repugnante baba de sapo.

Había pasado una eterna hora en esa situación, encerrado en su propio miedo y hasta tuvo miedo de orinarse allí mismo, cálido y relajante, pues su dilatada vejiga lo apremiaba para hacerlo. Poco a poco sintió que la sangre volvía a su cuerpo y con ella la vida.

Al rato comenzaron a llegar los demás cazadores con las caras bien tristes, resignados y hasta enojados, pues no habían encontrada ninguna pieza que cazar, como si todos los animales de la montaña se hubieran escondido debajo de la tierra, y por supuesto ellos no habían escuchado nada anormal.

Agrupados alrededor de Erik fueron escuchando el insólito relato y al instante se juntaron más, hasta formar un apretado círculo lleno de miedo, iniciando a lo inmediato el regreso a sus hogares.

La fiebre atacó a Erik durante tres días con sus noches, y a los 60 años de edad que tiene ahora, cada vez que recuerda esos gritos en su mente, su cuerpo se electriza y un miedo cerval nubla sus ojos de cazador.

20 de diciembre, 2007

La Prensa Literaria

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