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Los ritmos de Lecuona

Es lesivo para sus méritos que de Ernesto Lecuona (Guanabacoa 1896, Santa Cruz de Tenerife 1963) no se lea ningún párrafo, ni se escuche nada de su sonido epónimo, en la crema antológica de la música perdurable —y por lo tanto clásica— del último siglo. Sus años, todos los de su creación desde niño en […]

Es lesivo para sus méritos que de Ernesto Lecuona (Guanabacoa 1896, Santa Cruz de Tenerife 1963) no se lea ningún párrafo, ni se escuche nada de su sonido epónimo, en la crema antológica de la música perdurable —y por lo tanto clásica— del último siglo.

Sus años, todos los de su creación desde niño en su Cuba natal, los dedicó con fruición y humor de apoteosis a la raza negra a la que personó para siempre poniéndole apelativos específicos en la era agresiva de la esclavitud que le tocó vivir tras la persiana de una ambivalencia cuya militancia prácticamente lo envió al destierro en época de purismo revolucionario, lo cual no hubiese ocurrido años después de haber flexibilizado su conducta respecto del modo de ser, de las opciones escogidas por sus artistas, muchos de los cuales fueron censurados.

Pero eso pasó al olvido y ahora la historia, aunque alguna versión lo evada, lo sitúa como lo que debió ser desde el principio. Lecuona suena en las calles de su cuna y en las calles del mundo donde se le profesa admiración a la música académica porque esa categoría tuvo siempre su creación aunque haya desbordado en él la peculiaridad por la canción afrocubana, al distintivo puesto en La Malagueña, Andalucía o Siboney, siendo ésta un rotundo y cimero ejemplo.

Lo importante es la forma en que concibió su obra, inicialmente alentada por la primacía de llevarla al piano, refinándola con una quejumbrosa teatralidad en la cual ocupa su lugar el lirista absoluto acompañado por la orquesta sinfónica como la de la Radio Nacional Polish o por el piano de Thomas Tirino. Siboney le sirve de marco a todos los cuadros expresivos del “negror” cubano. Y más justificada es su inclusión en esa categoría si se gozan sus rapsodias (La Rapsodia Argentina) en las que encarnó al romanticismo con la revelación de un aspecto formal aparentemente libre vinculado con la fantasía de la cual no excluyó por ningún motivo el acento del aire popular. No evade tampoco los atributos esenciales de la danza afrocubana.

El movimiento admirable del cuerpo humano, su temperatura en clímax, las inflexiones, el ritmo de la música apta para ser interpretada, valorada en la exigente atmósfera de lo clásico. Cómo no va a estar vestida de eso María La O, la Rosa de la China o El Cafetal, zarzuelas frecuentadas en las buenas carteleras. Él le saca provecho al fenómeno universal del ritmo, ese elemento constitutivo de la música junto con la melodía y la armonía pero sin desprenderse en todo el trayecto del afán de retratar a Cuba, de fotografiarla con la alegría de su carácter a fin de que ella sea absorbida por la imaginación del oyente como si estuviese en el angosto empedrado compartiendo su folclor, su geografía, sus cafetales, sus cañaverales donde a tantos lamentos se le pusieron tantos tambores.

A Ernesto Lecuona bien se le pudiera considerar como un gran rapsoda y como un consagrado en el genero de la suite y de la zarzuela. La suite El Sombrero de Yarey, otro de los nombres inscritos en la duración del tiempo y que acaso fueron ilustres anónimos en la realidad de sus vidas. Revela ella la serie de danzas de distinto carácter que solían frecuentarse en los siglos 17 y 18 apareciendo como una sola obra como si hubiera vuelto al barroco, con la gracia de haber llenado el requisito de la unidad.

Gracias a Thomas Tirino y a la Orquesta de la Radio Nacional Polish, por habernos dado una síntesis valiosa, algo así como un florilegio de la música del gran compositor cubano.

La Prensa Literaria

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