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Mujer qué grande es tu fe

Sacerdote católico El pasado domingo meditamos el texto donde Pedro, en medio del lago, lleno de miedo comienza a hundirse y Jesús le reprocha su poca fe. Hoy el relato (Mateo 15, 21-28), nos muestra, por el contrario, a una mujer valiente, arriesgada, llena de fe que va siguiendo de lejos al Señor y recibe […]

Sacerdote católico

El pasado domingo meditamos el texto donde Pedro, en medio del lago, lleno de miedo comienza a hundirse y Jesús le reprocha su poca fe. Hoy el relato (Mateo 15, 21-28), nos muestra, por el contrario, a una mujer valiente, arriesgada, llena de fe que va siguiendo de lejos al Señor y recibe de Él una alabanza.

Es una madre “cananea”, considerada pagana, que lleva en el corazón la angustia por su hija enferma.

Comienza a implorar clemencia: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Ésta es la fe que conmueve el corazón de Dios. Ella le llama, Señor y también Hijo de David, incluyéndose en el misterio de Jesús, Dios y Hombre. No le solicita que la cure, solamente le expresa que su hija está sufriendo.

De momento, Jesús, no respondió. Los discípulos se acercaron a Él, con el objetivo que ella no siguiera molestando, pues los tenía fastidiados con sus lamentos. “Señor, atiéndela para que no siga gritando detrás de nosotros”.

La respuesta de Jesús nos deja desconcertados: “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Si miramos la totalidad del Evangelio de Mateo vemos que en un inicio los destinatarios de la Buena Nueva son los israelitas, pero ésta era sólo una etapa de la misión, porque al final de este libro, el destinatario de la misión es el mundo entero: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…”. (Mateo 28, 19-20)

La mujer se acerca. Parece no tomar en cuenta el diálogo que ha tenido el Señor con los discípulos y de nuevo solicita auxilio, con un gesto de adoración, postrándose le dice: “Señor, socórreme”.

Jesús le objeta: “No está bien echar a los perritos el pan de los hijos”. El pan es plenitud de bien, es lo que da un papá bueno a sus hijos. Pero la mujer no se debilita ni se acobarda sino que sitúa esas palabras de Jesús a su favor. Se pone en el lugar de los pequeños, quienes comprenden los secretos del Reino, sabe que el banquete de Jesús es tan copioso que es para todos y exclama: “Tienes razón, Señor, pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.

El Señor se maravilla de la fe de esta mujer, puesto que ni en los discípulos la ha encontrado de esa manera, mucho menos en los fariseos y maestros de la ley a quienes les recordaba con frecuencia. “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Isaías 29, 13). Jesús la honra expresándole: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

La madre pidió por su hija enferma, suplicó por el dolor del fruto de sus entrañas y a la vez imploró asistencia para ella misma. Esa madre es símbolo de amor, de grandeza, de heroísmo y sanación.

Nuestra madre Nicaragua, la Tierra que nos vio nacer, sigue entristecida por el dolor de sus hijos que están atormentados por diversos demonios: descomposición moral, caciquismo, empobrecimiento, desigualdades, inercia, falsedad, indigencia, vanidad. Con la fuerza de la fe y la energía proporcionada por ideales solidarios, podemos exorcizar esos demonios personales y sociales para dar cabida a la honestidad, democracia, educación, solidaridad, participación en las decisiones y autenticidad, que son las bases para una nación decente y próspera.

Religión y Fe

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