“Esto —una sólida formación— es particularmente importante en una situación en que a la pobreza y a la emigración se suman acusadas desigualdades sociales y una radicalización política, especialmente en los últimos años”.
(Benedicto XVI, a la Conferencia Episcopal de Nicaragua)
La radicalización política, hija de la intolerancia, cuando se ejerce desde el poder público o gubernamental, si no se frena a tiempo, genera el radicalismo político, que termina degenerándolo todo, hasta derivar en totalitarismo o franca tiranía.
Siendo la paz fruto de la justicia, el radicalismo político constituye un atentado contra la paz social, pues en una u otra forma, abierta o solapadamente, niega el derecho humano a disentir, mira en el adversario a un enemigo personal, no simplemente a quien piensa distinto y cuyo criterio ideológico u opinión puede contener algo bueno y digno de ser acogido y aprovechado para la bienandanza del país.
La diatriba o el lenguaje insultativo, producto del hablar con ligereza o a nivel puramente sentimental, sin considerar el respeto que los otros se merecen como seres humanos y como conciudadanos, es una forma de ejercer la violencia… La violencia verbal, germen de otros tipos de violencias mucho menos deseables por las trágicas consecuencias que, por lo general, tarde o temprano suelen originar.
También la violencia se ejerce no sólo hablando irreflexiva y violentamente, sino imponiendo, desde arriba, el bozal a los que tienen el derecho de hablar, a los hombres y mujeres de los medios de comunicación no gubernamentales y, más exactamente, al pueblo a través de ellos.
El radicalismo político, más peligroso de lo que puede pensarse, tiende a alimentar el fanatismo exacerbado, a crear y fomentar grupos turbulentos o masas humanas desenfrenadas, foco de abismales divisiones, injusticias y maldades, propias más bien de seres irracionales.
La radicalización política puede llevarnos al radicalismo político, a vivir sin poder convivir, desmintiendo en tal caso con los hechos las proclamas de amor y la “oración contra el odio” de la propaganda gubernamental.
Urge aplicar esa “sólida formación” propuesta por el Papa a nuestros obispos, fomentar la educación de una conciencia lúcida y activa que lleve a gobernantes y gobernados a solidificar la paz sobre la base de los derechos humanos y cívicos, de tal modo que el Estado de Derecho sea la fuerza del Derecho del Estado… y la fuerza del derecho ciudadano.