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La verdadera alegría está en vivir en gracia de Dios

Los “apóstoles de Cristo deben ser colaboradores de la verdadera alegría”. (Benedicto XVI) Una de mis hermanas vive lamentándose de que ya no se predique sobre la Gracia de Dios con la frecuencia, el énfasis y la forma de hace algunas décadas. Yo le argumento que ha cambiado la manera de expresarse, no el fondo […]

Los “apóstoles de Cristo deben ser colaboradores de la verdadera alegría”.

(Benedicto XVI)

Una de mis hermanas vive lamentándose de que ya no se predique sobre la Gracia de Dios con la frecuencia, el énfasis y la forma de hace algunas décadas. Yo le argumento que ha cambiado la manera de expresarse, no el fondo de la cuestión, pues ahora el tema de la Gracia se enfoca principalmente desde el punto de vista del amor… Aunque, francamente, hace algún tiempo vengo sospechando que a mi querida hermana le asiste la razón.

Para ser colaboradores de la verdadera alegría, en primer lugar, debemos vivir en gracia de Dios. Apreciar la amistad de Cristo, la íntima relación espiritual con Él, la vida de Dios en nosotros, como el mayor y el mejor de los tesoros. Para colaborar con la verdadera alegría, la alegría del Reino, ésta debe comenzar con nosotros mismos, pues, el Reino de Dios está dentro de nosotros, como señala Jesús en el Evangelio.

En efecto, si hoy se habla tanto que “se ha perdido la conciencia de pecado” ¿ no se debe a la pérdida de la conciencia cristiana de la gracia? Bajo el lema: “¡Prefiero morir que pecar!” el jovencito Domingo Savio y otros Santos no sólo han denunciando la fealdad del pecado, sino sobre todo el valor supremo de Dios y su vida en nosotros, haciendo propio el pensar del salmista cuando, dirigiéndose al Creador Supremo, exclama: “Tu amistad vale más que la vida”.

La alegría del apóstol proviene de su paz interior, que trasluce sin procurarlo, cuya raíz se nutre de la unión profunda con Cristo, como la del sarmiento con la vid, de esa identificación amorosa con Aquél que nos amó primero y se entregó por nosotros y que le hace exclamar al apóstol con San Pablo: “¡Vivo yo, mas no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí”.

El apóstol celebra todo lo bueno, él mismo es agente del desarrollo y el progreso, aplaude cuanto lleva a superar integralmente al hombre y a la sociedad; pero impulsa la felicidad humana firmemente convencido de que, si falta la alegría de la presencia y el amor de Jesús, todo proyecto de felicidad en esta vida se viene abajo, es sal desvirtuada que ha perdido su sabor.

Religión y Fe

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