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El pez dorado

Yo tenía motivos para desconfiar de Abel. Un día, cuando yo contaba once o doce años, Zohra, cosa rara, llevó a su suegra a que la viera un médico o a hacer unas compras, no recuerdo bien. Abel entró en la casa sin que yo me diera cuenta; debió de buscarme primero dentro; al final […]

Yo tenía motivos para desconfiar de Abel. Un día, cuando yo contaba once o doce años, Zohra, cosa rara, llevó a su suegra a que la viera un médico o a hacer unas compras, no recuerdo bien. Abel entró en la casa sin que yo me diera cuenta; debió de buscarme primero dentro; al final me encontró en el cuartito del fondo del patio, donde estaban las letrinas y el lavadero.

Era tan alto y tan fuerte que ocupaba toda la puerta y no pude escaparme. En cualquier caso estaba tan aterrorizada que era incapaz de moverme. Se me acercó y empezó a hacer unos gestos nerviosos, brutales. Tal vez me hablara, pero yo había vuelto la cabeza del lado del oído izquierdo para no oírle. Era alto y ancho de hombros, y su frente desnuda brillaba a la luz. Se arrodilló delante de mí y empezó a palparme la ropa y a tocarme los muslos y el sexo con sus manos endurecidas por el cemento. Eran como dos animales fríos y secos que se hubieran escondido debajo de mi ropa. Tenía tanto miedo, que oía el corazón latirme en la garganta. De pronto volví a revivirlo todo: la calle blanca, el saco, los golpes en la cabeza. Y luego unas manos que me tocaban, que se apoyaban en mi vientre, que me hacían daño. No sé cómo lo hice, creo que me oriné de miedo, como una perra, entonces me quitó las manos de encima y se apartó de mí, y yo conseguí deslizarme igual que un animal por detrás de él, atravesé el patio gritando y me encerré en el cuarto de baño, porque era el único sitio que se cerraba con llave. Esperé con el corazón latiéndome desbocado y el oído bueno pegado a la puerta.

Le oí llegar y llamar a la puerta, primero suavemente, con las yemas de los dedos, después más fuerte, a base de puñetazos:

—¡Laila! ¡Ábreme! ¿Qué estás haciendo? ¡Abre, no te haré nada!

Luego debió de irse. Y yo me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la bañera de mármol que él había construido para su madre.

Después de mucho tiempo, oí voces detrás de la puerta, pero no entendía qué estaban diciendo. Volvieron a llamar, y esta vez reconocí la mano de Lalla Asma. Cuando abrí, debió de verme tan asustada que me estrechó entre sus brazos:

—¿Pero qué te han hecho? ¿Qué te ha pasado? —Yo me apreté contra ella al pasar por delante de Zohra, pero no dije nada.

—¡Lo que le ocurre es que se ha vuelto loca! —gritó Zohra.

Lalla Asma no me hizo más preguntas, pero, a partir de ese día no volvió a dejarme sola cuando Abel venía a casa.

Un día que estaba lavando unas legumbres en la cocina para la sopa de Lalla Asma oí de pronto un ruido muy fuerte dentro de la casa, como si algo muy pesado se hubiera caído al suelo y, a su paso, hubiera volcado una silla. Acudí corriendo y vi a la anciana tirada en el terrazo a todo lo largo. Pensé que estaba muerta, y ya iba a salir corriendo para esconderme en algún sitio cuando de pronto la oí gemir y gruñir. Sólo se había desmayado. Al caer, se había golpeado la cabeza contra la esquina de una silla y de su sien manaba un poco de sangre negra.

Temblaba de forma convulsiva y tenía los ojos en blanco. Yo no sabía qué hacer. Al cabo de un momento me acerqué a ella y le toqué la cara. Su mejilla estaba flácida y fría. Pero ella respiraba con fuerza alzando su pecho, y el aire, al salir, hacía temblequear sus labios con un extraño gorgoteo, como si roncara.

—¡Lalla Asma! ¡Lalla Asma! —le murmuré al oído. Estaba segura de que podía oírme desde donde estaba, aunque no pudiera hablar. Veía el ligero temblor de sus párpados entreabiertos sobre sus ojos blancos, y sabía que me estaba oyendo. —¡Lalla Asma, no se muera!

En esto vino Zohra, pero yo estaba tan concentrada en oír la lenta respiración de Lalla Asma que no la sentí llegar.

—Idiota, bruja, ¿qué haces aquí?

Me tiró tan violentamente de la manga que me rompió el vestido.

—¡Ve a buscar al doctor! ¿No ves que mi madre está en las últimas? —Era la primera vez que se refería a Lalla Asma llamándole madre. Al ver que yo permanecía petrificada en el umbral de la puerta, se quitó una zapatilla y me la tiró. —¡Vete de una vez! ¿A qué esperas?

Entonces atravesé el patio, empujé la pesada puerta azul y me eché a correr por la calle sin saber adónde iba. Era la primera vez que salía afuera. No tenía ni idea de dónde podría encontrar un doctor. Lo único que sabía es que Lalla Asma iba a morirse por culpa mía, porque no iba a encontrar a nadie que la salvara. Continué corriendo a lo largo de las callejuelas silenciosas. Hacía mucho calor, el cielo estaba despejado y las paredes de las casas muy blancas.

Fui de una calle a otra, hasta que al final llegué a un lugar desde donde se veía el río y, más lejos todavía, el mar y las velas de los barcos. Era tan bonito que se me quitó todo el miedo. Me detuve a la sombra de un muro y miré todo lo que pude. Era el mismo panorama que se veía desde la azotea de Lalla Asma, pero mucho más vasto. Abajo, en la carretera, había muchos coches, camiones y autocares. Debía de ser la hora en que los niños volvían a la escuela por la tarde; caminaban por la carretera con sus carteras o sus libros sujetos con una goma; las niñas con las faldas azules y las camisas muy blancas, los niños un poco peor vestidos y con la cabeza rapada.

Era como si me hubiera despertado de un sueño muy largo. Cuando pasaban cerca de mí, me parecía oírles reír y bromear. Pensándolo bien, debía de tener un aspecto muy raro con mi vestido con la manga desgarrada y mis cabellos demasiado largos y rizados, como si viniera de otro mundo. A la sombra del muro, debía de tener mucho más aspecto de bruja.

Tomé una calle al azar, siguiendo la misma dirección que los colegiales, y después otra llena de gente en la que había un mercado con unas lonas extendidas al sol. En la entrada de una casa había un anciano trabajando en un puesto de tablones de madera; estaba sentado en el suelo, junto a una especie de mesa baja, completamente rodeado de babuchas. Con un martillito de cobre introducía unos clavos muy finos en una suela. Me quedé mirándole y él me preguntó:

—¿Quieres una belra? —Veía perfectamente que yo iba descalza. —¿Qué quieres? ¿Acaso eres muda?

Al final, conseguí decir:

—Estoy buscando un doctor para mi abuela.

Primero se lo dije en francés, pero después, al ver que no me entendía, se lo repetí en árabe.

—¿Qué le pasa?

—Se ha caído. Se va a morir.

Yo misma me asombraba de estar tan tranquila.

—Aquí no hay ningún doctor. Pero puedes ir a buscar a la señora Jamila al fondac, allí. Es partera, tal vez pueda hacer algo.

Salí corriendo en la dirección que me señalaba. El zapatero se quedó inmóvil, con su martillito de cobre levantado. Me gritó algo que no entendí, pero que hizo reír a la gente.

En breve

Jean-Marie Gustave Le Clézio, que fue galardonado el jueves con el Premio Nobel de Literatura 2008, es autor de medio centenar de libros, novelas, ensayos y cuentos, entre ellos varias obras inspiradas de sus viajes a México y Panamá.

He aquí la lista de sus principales obras: – Le procès-verbal (El atestado), 1963 – La fièvre (La fiebre), 1965 – Terra Amata, 1967 – Lullaby, 1970 – La guerre (La guerra), 1970 – Voyages de l’autre côté (Viajes del otro lado), 1975 – Les prophéties du Chilam Balam (Las profecías de Chilam Balam) 1976 – L’inconnu sur la terre (El desconocido sobre la tierra), 1978 – Mondo et autres histoires (Mondo y otras historias), 1978 – Désert (Desierto), 1980 – Relation de Michoacán (La conquista divina de Michoacán), 1984 – Le chercheur d’or (Diario de un buscador de oro), 1985 – Voyage à Rodrigues (Viaje a Rodrigues), 1986 – Le rêve mexicain ou la pensée interrompue (El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido), 1988 – Printemps et autres saisons (Primavera y otras estaciones), 1989 – Onitsha (1991) – Etoile errante (Estrella errante), 1992 -La quarantaine (La cuarentena), 1995 – Diego et Frida (Diego y Frida) 1985 – Poisson d’or (El pez dorado), 1996 – Révolutions (Revoluciones), 2003 – L’Africain (El africano), 2004 – Ourania (Urania), 2006 – Ballaciner (2007) – Ritournelle de la faim (2008).

El francés J.M.G. Le Clézio (Niza, 1940) fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura 2008 como el “escritor de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, investigador de una humanidad fuera y debajo de la civilización reinante”

La Prensa Literaria

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