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Inmaculada

Blanca Azucena de los Ángeles fue como la bautizaron. Su madre, doña Baldomera Puerto Martínez ideó los primeros nombres y su padre, don Julián Díaz, le agregó un tercero y para no contrariarlo lo dejaron así. Era la mayor de cuatro hermanos y la única mujer. Vivía con su familia en una comunidad de Estelí. […]

Blanca Azucena de los Ángeles fue como la bautizaron. Su madre, doña Baldomera Puerto Martínez ideó los primeros nombres y su padre, don Julián Díaz, le agregó un tercero y para no contrariarlo lo dejaron así. Era la mayor de cuatro hermanos y la única mujer. Vivía con su familia en una comunidad de Estelí. La Flor se llamaba la finquita.

Doña Baldomera tenía la esperanza de que su hija fuera algo en la vida: que terminara la secundaria, tal vez una carrera ¿Por qué no? —se decía— si es inteligente, todo está en que ella quiera y no se le ocurra enamorarse.

El 12 de abril a las 3:00 de la mañana Blanca Azucena se despertó llorando: una pesadilla le quitó el sueño donde el protagonista era su padre. Soñó que él corría y ella le seguía sin poder alcanzarlo; en otro episodio se miraba con los brazos extendidos como queriendo abrazarlo y él también, pero nunca lo lograron; después vio que su padre se elevaba como flotando en el aire, su rostro era desesperado, de tristeza. Inmediatamente despertó y fue al cuartito de sus padres. Aquí estoy —le dijo don Julián— y muy vivito, míreme. Blanca Azucena no dejaba de llorar. Vaya a rezar y a buscar sueño —reforzó Baldomera—. Además, nada va a pasar porque ya lo contó, eso es lo que he oído. Ahí quedó todo y se fueron a dormir.

El 18 de abril fue un día especial, todos madrugaron para felicitar a Blanquita por sus 13 años. Don Julián se fue más temprano a sus quehaceres para estar antes del almuerzo, Baldomera cocinaría algo especial y hornaría por la tarde. Pero nada pudieron compartir porque el padre no llegó. No fueron a buscarlo porque a lo mejor tuvo algún contratiempo, como otras veces, pero tuvieron un mal presentimiento cuando a las 7:00 de la noche vieron el caballo que llegaba solo: llevaba la albarda puesta, en la albarda la alforja, el machete en su vaina.

Desde ese momento sí comenzaron a preocuparse y la búsqueda inició en cada camino, en cada casa. Hasta el 20 de abril lo encontraron: estaba muerto, boca abajo, alguien se había ensañado con él asestándole varios machetazos que le quitaron la vida. Nunca se supo quién fue.

La vida fue diferente en la finquita, los días fueron más largos, todo era silencio, como si cada quien anduviera en sus pensamientos, sin querer hablar, hasta los animales se miraban tristes.

El tiempo fue pasando y se encargó de acostumbrar a la familia a la ausencia de don Julián. A Baldomera no le faltaron pretendientes. Ninguno le atraía, ninguno le inspiró amor, sólo quería un hombre bueno, trabajador, que quisiera a sus hijos, apoyara en las tareas de la finca y a los dos años de guardar luto decidió probar suerte con Ofilio Rafael, cinco años mayor que ella, alto, fuerte, amable, trabajador; se miraba buena gente.

—Ese señor no me cae bien mamita, le confesó Blanca Azucena.

—Es natural mi hijita, le respondió Baldomera. ¿Cómo le va a caer bien ahorita? Dele un tiempito y verá que todo cambia.

—Ojalá me equivoque, se dijo.

Y se trasladó a La Flor, Ofilio Rafael. A medida que pasaba el tiempo la Blanquita le fue dando la razón a su madre. Demostró ser un hombre trabajador, cariñoso, un buen sustituto de padre y esposo, pero a los ocho meses era otro: celoso, iracundo, nadie le podía contradecir, impuso sus propias reglas, hasta logró que la finca estuviera a su nombre. Baldomera se le opuso varias veces y tuvo que aceptar porque era golpeada salvajemente, igual suerte enfrentaban sus tres hijos.

Todo cambió en aquella familia, predominó el respeto con miedo hacia aquel advenedizo que irrumpió en sus vidas y se doblegaron a sus caprichos y voluntad. Blanquita de pronto se volvió melancólica, distraída y por las noches sollozaba tapándose la boca para no hacer ruido.

Era el 4 de mayo, a las 12:45 de la madrugada, Blanquita gritó llamando a su madre. Ese día pudo desprender de su boca las manos de aquel sujeto que de noche la visitaba para abusar de ella. Bajo amenazas la obligó a ceder y a callar.

Baldomera lo encontró en el cuartito de su hija. —¡Mamita!, le dijo atemorizada, él me busca la noche que quiere y dice que si le cuento a usted o a otra persona la mata o a los muchachos o que nos deja en la calle porque la finca está a su nombre. ¡Créame mamita que no le miento! —Le creo mi hijita, respondió en llantos Baldomera.

—¡Mentirosa!, gritó Ofilio, y acompañó el grito con puñetazos a la cara y resto del cuerpo de Blanquita. Baldomera se le lanzó encima y pudo más la fuerza de aquel monstruo. Luego tomó por la fuerza a la madre, la golpeó y la ató a su cama. Después volvió a concluir el trabajo que dejó pendiente con la hija. A las dos las amenazó si hablaban y no se atrevieron a pronunciar una palabra. Desde esa noche se repitieron otras, turnándose con las dos mujeres indefensas.

El 1 de noviembre, a las 10:00 de la noche, Ofilio se quedó dormido después de saciar sus instintos con Blanquita, pero a las 2:00 de la mañana se despertó molesto: el llanto de Baldomera interrumpió su sueño. Le tiró un manotazo. —¡Te duele porque no te hice nada a vos!, le gritó, y la tomó a la fuerza hasta que la doblegó para abusar de ella. Al instante se oyó un grito de dolor. Era la voz de Ofilio. Blanquita le propinó dos machetazos, uno era de muerte, certero, entre las cervicales, el que casi le desprende la cabeza. Murió desangrado.

El día de la vela un extraño llegó a dar el pésame a la familia. La acompañó en su dolor. —Baldomera, —pronunció—, la vida es así, el que a hierro mata a hierro muere. Baldomera no entendió nada en ese momento. Cuando reaccionó y decidió buscar al extraño, ya no lo encontró.

Blanquita quedó en estado catatónico: no hablaba, su mirada estaba fija. La tuvieron que llevar a un hospital y la recluyeron en el área de salud mental. Las veces que podía la visitaba Baldomera. No le miraba avance: su hija seguía sin hablar, pero lloraba sin inmutarse. Hasta en la octava visita masculló unas palabras: —Unos fantasmas me persiguen, le dijo al oído. —Llegan todas las noches, son malos. Ella se preocupó. Mi hija sigue peor, se dijo. Pero era cierto, la perseguían unos fantasmas: dos médicos y dos enfermeros que abusaban de ella las veces que estaban de turno. En vez de su medicamento la drogaban.

La última vez que llegó Baldomera le entregaron a su hija pero muerta. —Menos mal que vino, le manifestaron, porque hoy en la mañana murió Blanca Azucena. Los medicamentos no tuvieron buen efecto porque a lo mejor ella se quería morir, enfatizaron.

—No ando para llevarla, respondió llorando Baldomera. Alguien le sugirió que fuera a la radio para pedir ayuda. La solidaridad no se hizo esperar y Baldomera se llevó a su muerta.

Varios años después encontré a Chico, el hijo mayor de Baldomera, andaba en un encuentro de música regional. Ese día interpretó una canción que él compuso. Me quedé sorprendida al escucharla. La tituló Inmaculada. Él no conocía esta historia ni yo la canción. Lo saludé, evitamos retomar el pasado. Sólo me contó que a Nacho una monjita le ayudó para entrar al Seminario.

La Prensa Literaria

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