Retorna a Tlaloc
para que vomite diluvio,
arranque maleza de la sangre
y abra horizonte cierto,
la raíz profunda.
En el espejo de Tezcatlipoca,
recóndito en telilla niebla,
muere secuestrada la nación.
Y se retuerce de dolor,
famélica de tanto en vida
en brazos de ilusionistas.
(Hay dolores tan enquistados
que se vuelven compañeros
con lento y afanoso ejercicio
de polilla devorando alma,
tan lento y tan de uno,
que sonreímos en vez de llorar,
duramos en vez de vivir
y el sueño se diluye absurdo
en el avergonzado Ay sin remedio).
Cuando la propiedad despojó el paraíso,
aprendimos a diseñar infiernos,
a tejer llantos con traiciones y guerras.
Hay sonrisas apagadas y verdades derruidas.
¿Cuándo rescataremos a Xilonem
del terrible y seco demonio?
¿Ha de fallecer la palabra-maíz
en el fondo agrio y perverso?
Para que el viento negro y frío
se ahogue en la telaraña
Hay que enterrar una nación.
Para que bondadoso sonría Tlaloc
y germine el verde y el maíz
Hay que enterrar una nación.
Aquélla
de zorros y coyotes con disfraz de jaguar,
que rinden culto y viven del gusano,
que hieren y dividen hasta la médula.
En tribuna alta se enflora el odio.
Para que la niña Verdiazul
reviva en amor, venza a la codicia y
alumbre el sueño de Ometepetl y Nagrando
Hay que enterrar una nación.
Para que haya parto de luz
danza de isletas con arrullo lacustre
y baje el bello Ganímedes con la copa,
para que brinden Tamagastad y Tlaloc,
mientras Cipaltomal maternal
acaricie el rostro tierno de Xilonem.
(Del poemario en construcción Señal para mito oscuro).