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Cristo tierno y terrible

Cristo nació en tal pobreza y desamparo que si la ONU hubiese existido en esa época, los encuestadores del PNUD no hubiesen podido localizarlo ni Jesús habría calzado en las categorías de sus estadísticas. Habiendo crecido en un pueblito perdido en las montañas de Galilea, fabricaba muebles sencillos y reparaba instrumentos de labranza, mientras Tiberio […]

Cristo nació en tal pobreza y desamparo que si la ONU hubiese existido en esa época, los encuestadores del PNUD no hubiesen podido localizarlo ni Jesús habría calzado en las categorías de sus estadísticas. Habiendo crecido en un pueblito perdido en las montañas de Galilea, fabricaba muebles sencillos y reparaba instrumentos de labranza, mientras Tiberio en su fastuosa villa de Capri contemplaba el espejo turquesa del Mediterráneo infinito y se bañaba en agua perfumada manoseando a mancebos. Pocos años después, Calígula, su sucesor y presunto asesino, recorría enloquecido las deslumbrantes galerías de su inmenso Palacio del Palatino, arrastrando un manto púrpura y oro, gritando incoherencias.

Durante sus escasos tres años de misión, Jesús tuvo muy raros momentos de éxito. Sus discípulos no lo entendían; al escucharlo, los fariseos rechinaban de dientes; en el Sanedrín lo detestaban considerándolo un provocador que amenazaba sus arreglos con el poder invasor; sus propios paisanos lo trataron de matar y terminó abandonado por sus más cercanos amigos, negado por su principal heredero, vendido por su tesorero, azotado como esclavo, colgado de un madero como el último de los criminales, desnudo como su madre lo echó al mundo. Era tan espantoso el espectáculo, que Isaías, en su visión profética, vio a la gente volteando la cara ante aquel guiñapo sangriento. Sólo su madre, su amigo del alma y unas cuantas mujeres, entre ellas una con pasado escabroso, presenciaron llorando sus estertores de muerte y escucharon su grito terrible cuando se derrumbó el Universo. Después de su resurrección, en la que pocos se atrevían a creer, los escogidos para propagar su mensaje seguían siendo una banda de desarrapados, sin trabajo fijo y, además, cobardes.

Como en un sueño, veo a Juan, tu primo y pregonero, levantar la mirada al chirriar la puerta de su celda inmunda mientras brilla el acero del verdugo. Mientras, en las habitaciones suntuosas de ese mismo palacio, Herodes disfruta de la mujer de su hermano y Salomé, acariciando su cuerpo de ensueño, recuerda orgullosa la sonrisa complacida del rey y el gesto triunfante de su madre adúltera. La mañana siguiente, acompaño al puñado de discípulos “del más grande hombre jamás nacido”, del loco del desierto —pobres, famélicos y medio desnudos como él— a recoger su cuerpo macilento. Temblando de hambre, de tristeza y de miedo, les ayudo a envolver en un lienzo de inmaculado lino su cabeza santa con la boca todavía abierta, sin cansarse jamás de anunciar tu llegada, ¡oh, dulce cordero!

Cuando reflexiono sobre mi propio camino, constato que casi siempre he leído el Evangelio buscando justificar lo que he decidido de previo. Por eso he tardado tanto en entender cuál es el único camino seguro hacia la vida y la felicidad perdurable: “Dichosos los pobres, los perseguidos, los calumniados, traicionados y entregados, incluso, por los de su propia casa… Dichosos serán ustedes cuando todos los desprecien, cuando digan toda suerte de mal en su contra… Si con el árbol verde hacen todo esto, ¿qué no harán con el seco?”

Hoy, apenas comienzo a comprender las luminosas contradicciones de tu mensaje. Pero, lejos de desanimarme, por fin presiento que estoy acercándome al camino verdadero. Mientras mayores son las dificultades, la estrechez y los fracasos, cuando veo a los opresores y torturadores de antaño dando lecciones de humanismo y tolerancia, cuando veo triunfar a corruptos, inmorales y abusadores mientras yo sigo buscando un albergue y me cuesta encontrar un lugar donde reclinar mi cabeza, entonces se enciende una llama en mis adentros. Cuando te veo subir, sin volver a ver atrás, al Monte de las Bienaventuranzas para proclamar tu programa insuperado de solidaridad universal, o avanzando con los pies ensangrentados hacia el Calvario redentor, te grito del fondo del alma: “¡Ayúdame a comprender, a luchar y a resistir! ¡Espérame un poco —maestro, hermano, amigo— que ya casi te alcanzo!” ¡Es difícil, pero te creo, Cristo tierno y terrible!

Licenciado en Teología, nicaragüense por gracia de Dios.

Religión y Fe

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