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Pintura de Sergio Rotunno. LA PRENSA/ARCHIVO.

Agueronte

Los blancos, quemados, enjutos y escuálidos cuerpos resucitaron de la montaña de hierba, o de la sábana o panoplia de hojarasca que los protege de los peligros nocturnos. Jóvenes acabados, niños abandonados y camuflados bajo el duro círculo del tiempo, que como piedra de molino tritura cualquier ser o cosa. El duro y lúgubre aro […]

Los blancos, quemados, enjutos y escuálidos cuerpos resucitaron de la montaña de hierba, o de la sábana o panoplia de hojarasca que los protege de los peligros nocturnos.

Jóvenes acabados, niños abandonados y camuflados bajo el duro círculo del tiempo, que como piedra de molino tritura cualquier ser o cosa.

El duro y lúgubre aro de la asoleada mañana de invierno los hizo sentir en un mundo paralelo a la ambición mundial.

El ardiente cenit, les quemaba por retazos el pensamiento dejándoles unas conciencias eclipsadas por el sopor.

Pegamento, marihuana, prostitución y alcohol. Futuro anacrónico. Juventud decrépita y sin objetivo. Sólo con su instinto de sobre vivencia, en un submundo hecho a la medida de los que ostentan el poder globalizado.

Aquel caluroso día todo sucedió muy rápido. Todavía se encontraba fresca la memoria de Lola, y su trágico accidente, el día que fue atropellada por el mismo fulano, que maneja el mismo taxi, que pasa por la misma avenida todos los días, a la misma hora de siempre, y que la dejó tirada como animal inflado sobre la calle teñida de su pletórica sangre. Y la señora vende cajeta que paseándose de arriba abajo a gritos repetía: “… y todavía el maldito se corrió, y todavía el hijueputa se escapó, y todavía el hijueperra se fugó” –terminó recordando Barry a la vez que limpiaba los focos de una motocicleta–.

El duro asfalto y el gigantesco comercial de Coca Cola Clásica, y su retumbar ante el peso de la barahúnda de autos en la lejana hora de Belcebú (1:00 p.m.) fueron fieles testigos, mientras los otros jugaban, tirándose los trapos en el rostro, Barry se esmeraba ahora limpiando un parabrisas por un córdoba o un cuarto de dólar, cerca del tejido de araña eléctrico que se mecía como hamaca por las cálidas alas del viento, y que se encontraba abarrotado de zapatos tenis, en señal de protesta, colgando como racimos de ajos, en todo el enjambre de cables que iban a parar al Gran Hotel.

La luz de sus ojos inopinadamente se apagaron. Apartándose de la hilera de vehículos que se comenzaban a mover pesadamente como arena movediza por el verde del semáforo, y cuando la pandilla de muchachos comenzaron a irse hacia el parque central, de pronto se escuchó la descarga que choca en el enjuto cuerpo, y el chisperío que se le pega como sanguijuela al desválido, que le termina de arruinar la temprana vida, dejándolo tendido en el duro concreto.

La avenida en un instante se llenó de llanto y espanto, y en breve la inocente vida se apagó, dejando a sus amigos como energúmenos.

Una ambulancia que por casualidad pasaba por el lugar se detuvo para montar el pequeño y chamuscado cadáver, que con el sonido de la sirena se alejó de la batahola de gente.

Paranoicos y ojerosos al caer el oscuro telón y con el tóxico en las fosas nasales, y metidos en la misma ciénaga de hojas, los niños se ponen a llorar, cantar y jugar en el río de dolor o en el Aqueronte (palabra griega) de Nicaragua o de New York.

Hoy, al caer el sol en Berlín, Tel Aviv o El Salvador la negra rueda de la sociedad mundial cubre con su sombra de miseria toda la hediondez del ayer.

La Prensa Literaria

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