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Enrique Alvarado Martínez. LA PRENSA/Archivo

Inquieto entre la historia y la ficción

Hay en Enrique Alvarado Martínez (Granada, 1935) la inquietud inagotable de escuchar, contar y esculcar, desde el presente y el pasado que no termina de irse, la verdad es que nunca se va, porque, aun sin quererlo, como lo cuenta en Doña Damiana (novela, 1999): “Cuando se metió la historia en la casa era como […]

Hay en Enrique Alvarado Martínez (Granada, 1935) la inquietud inagotable de escuchar, contar y esculcar, desde el presente y el pasado que no termina de irse, la verdad es que nunca se va, porque, aun sin quererlo, como lo cuenta en Doña Damiana (novela, 1999): “Cuando se metió la historia en la casa era como que había llegado un visitante indeseable; alguien a quien uno ve cuando ya está adentro e instalado, y que, además, se cree dueño de la casa y le cambia la vida a la gente sin consultarle”.

Desde el humor y lo absurdo caricaturesco, los cuentos de aventuras de vaqueros, indios y bandidos, de los buenos y malos que apasionaron las historietas y películas de su época juvenil, de aquellas que se cuentan de Menocal en Granada por ciertas aunque nunca se sabe si son falsas o verídicas, dicen son puros mitos, cuentos de calle y caminos, en lo que intencionalmente el autor ha titulado primero Las increíbles aventuras de Johnny White y Billy Black (1998) y después La verdadera historia de Johnny White y Billy Black (2004), afirma que “tener la mente en blanco era la suprema dicha a que debían aspirar los seres humanos y la segunda era poder blanquear el cerebro… Olvidar era como una amnistía del espíritu… la cuestión es: olvidarse o confundirse… Blanco será el porvenir… este loco nos proponía la ausencia de color…” Saramago, en Ensayo sobre la lucidez (2004) dedica páginas enteras a la blancura, a la ceguera blanca, la camisa blanca, la seña por lo ausente e inexistente, la blancura sospechosa después de aquel inexplicable y no concertado acto de la conciencia ciudadana de votar en blanco en unas elecciones que tambalearon el andamiaje maquillado y de barro del llamado sistema democrático; sin votos no hay electos, sin electos no hay gobierno, sin gobierno ¿cómo funcionará la ciudad, la cosa pública?, ¿quién es el culpable? Todos y ninguno.

Psicólogo de profesión, maestro por vocación, diplomático en las gélidas tierras nórdicas por las circunstancias que comenzaron breves y se hicieron largas, escritor por convicción y necesidad, se sumerge en la historia en ocasiones y flota en la ficción, lector y agudo observador, silencioso y simple desde su espigada figura, que como un vetusto volcán de los Andes, desde estas tierras tropicales del olvido y la desconfianza, en las faldas rivales del Momotombo árido y del Mombacho reverdecido con su cúspide de húmeda niebla, como su escasa cabellera blanca y una afable sonrisa de hombre modesto y franco, conserva su palabra fresca, abierta y serena. No fue ajeno al compromiso del hervor revolucionario sandinista de la década del ochenta, un faro de luz que indicó una esperanza, una nueva manera de hacer política, un cambio posible que sigue inconcluso.

Fue conservador en los sesenta, antisomocista; salió desencantado después del Kupia Kumi de 1972 (Somoza-Agüero) que oxigenó a la dictadura una vez más bajo la complicidad cachureca; fue un acuerdo de efímera existencia, porque la “emergencia” del terremoto de diciembre volvió a evidenciar el poder real en donde siempre estuvo. Escribió bajo la duda, aunque en el texto muestra la certeza: ¿Ha muerto el Partido Conservador de Nicaragua? (1993), un largo capítulo de la historia que inaugura Manuel Antonio de la Cerda, el Primer Jefe de Estado, cierra Fruto Chamorro, el último Director Supremo, continúa Tomás Martínez, el primer Presidente… Cuenta, desde la brevedad de preciso narrador, tres décadas de acontecimientos, fraccionamientos, componendas y pugnas, desde la Juventud Conservadora (1952) hasta las cenizas de esa “paralela histórica” que se niega a perderse anquilosada con sus culpas y justificaciones. Otras nuevas sin llevar su nombre surgen con los mismos hábitos y defectos. Acomodados oportunistas se congracian con el caudillo, quien desde su hamaca o tarima, hace la “seña al entendido”, murmura, guarda silencio, conserva el poder, dicta la sentencia.

Desde estas líneas busco entender al hombre, al ser humano cuando habla, cuando escribe. Detrás está lo vivido, lo que piensa y siente, sensible y perceptivo, escribiendo por el puro gusto de hacerlo, despojado del fanatismo que apedrea iglesias, hace hoguera del pensamiento crítico, o enflora artificiales y míticos altares. Desde un simbólico pedazo del origen de la mujer que acompaña sus años, se refugia en Zagreb, no la ciudad croata de la desmembrada Yugoslavia, de la que Ivo Andric (Nobel de Literatura 1961) pronosticó el resurgimiento de viejas e irreconciliables rencillas étnico-religiosas, sino la quinta de su residencia, hasta donde sopla un fuerte viento que agita las floridas trinitarias del cerco, entre un venturoso bosque de verdor tan próximo y a la vez distante de lo urbano. Eso mismo que Gorostiaga, ex rector de la UCA, afirma y Alvarado recopila: “La urbanización de la pobreza que rompe el tejido social del campo”.

Busca en lo grotesco y ridículo de la política nicaragüense la ficción y sus lecciones que no terminan de ser aprendidas, de esas lecturas y borradores en proceso, saldrá, en un momento que uno nunca sabe cuándo, un nuevo libro, una “nivela”, según diría Unamuno, que no importa ya qué tanto de historia tenga. Mejor si tiene poca, mejor será que reinvente todo.

Doña Damiana no es un producto casual, es la búsqueda de su propia identidad y de paso la nuestra. La mayoría siempre ha sido el sujeto usado en las refriegas y las concentraciones, paga los costos, pero no recibe los beneficios, ni “escupe en la rueda” destinada históricamente a la privilegiada élite del poder político y económico familiar, de los letrados, que leen y escriben, interpretan, dilucidan y no terminan de entenderse. Ella, “La panameña”, mujer bella e inteligente, casada con el doctor Rafael Ruiz de Gutiérrez, quien fuera por circunstancias inciertas del destino, el segundo jefe del ejército de la Cerda, al frente del cual estaba Juan Francisco Casanova, ambos suramericanos y amigos de Bolívar, llamados “los colombianos”. De la Cerda, en pugna con su primo, el vicejefe de Estado, Juan Argüello, bajo los influjos de la predestinación divina, del orden conservador y la justicia tradicional autoritaria, es consumido por la desconfianza y la arbitrariedad, mandando a fusilar a los dos máximos jefes de sus tropas. Doña Damiana Palacios, viuda y joven, en medio de la angustia, usa sus encantos y logra influir en el joven ministro general Narciso Arellano, con quien en algún momento no sabe distinguir qué de aquello era amor y qué ansias de venganza.

La Prensa Literaria

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