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Otra muestra del grande

Las Piedras La piedra, ah, las piedras tienen un secreto dolor, que se muestra como en carnes vivas cuando en su egoísmo doliente y discreto, parece que no hacen de la vida caso y ante el tiempo se alzan sordamente esquivas, como si quisieran impedirle el paso. Resignadamente mudas ante el viento y el agua, […]

Las Piedras

La piedra, ah, las piedras tienen un secreto dolor, que se

muestra como en carnes vivas cuando en su egoísmo doliente

y discreto, parece que no hacen de la vida caso y ante

el tiempo se alzan sordamente esquivas, como si quisieran

impedirle el paso.

Resignadamente mudas ante el viento y el agua, no incuban

otro pensamiento que el de ser rebeldes a su propia

suerte y sufrir altivas su destino ciego, más allá del agua,

del viento y del fuego, sin ansias, sin fuerzas, sin vida,

sin muerte.

Es un prometeico suplicio sin nombre, más que el de ser

bestia o árbol, se diría que con anteriores momentos del

hombre, y que sufren una vengativa Norma —presas en sí

mismas—, quizás porque un día robaron al caos el don de

la forma.

Con el vano alarde de un símbolo serio, —cuando el rostro

vago de la luna asoma— se las ve indagando cosas del

Misterio, y abren, ante el viento que audaz las golpea, sus

desesperadas bocas sin idioma, o erigen su absurda testa

sin idea.

Y quizás en una forma de existencia más amplia que nuestra

personalidad, la Naturaleza vive en su conciencia, e

ignoran a fuerza de haber recogido en sí los anales de la

Eternidad, porque de recuerdos está hecho el olvido.

Los Niños Pobres

Sucede entre los pobres vergonzantes, que aquellos niños

más cariñosos, más dulces y más bellos; —suaves para los

ojos y para el alma gratos—, que por la tarde, tristes juegan

sus mansos gatos y que se quedan fijos ante el cielo otoñal,

se libertan más pronto de su vida mortal.

Si se enferman, ya saben que han de morir, de suerte que

abren inmensamente los ojos a la Muerte, y la Muerte se

queda en sus ojos hundida: y así, se mueren antes que los

deje la vida, y “si me das remedio, mamá, me voy de casa”

dicen, mientras les llevan la poción en la tasa; y el ardor de

la fiebre es tanto, que en su angustia tienen la cara

cárdena como una rosa mustia, lanzan suspiros llenos de

extraño sentimiento y cogen arabescos, que ellos ven en el

viento.

Y luego su cerebro, que es débil, no resiste, y todo el que

los oye hablar, se pone triste: —Mañana iré a las tiendas

y me compraré un traje con corbata de seda y con gola de

encaje, y un par de zapatitos de charol, y unas ligas que

sostengan mis medias de seda.

—No me digas, mamá que no

debo ir, porque iré, y muchas cosas voy a traerte, ¿quieres?

voy a comprarte rosas, y también traeré una gorra de

terciopelo cuyas cintas azules me caigan sobre el pelo.

Y el domingo iré a Misa Mayor, a ver los santos, las

vírgenes, los ángeles, las luces, y a oír los cantos… ¿Mamá,

es verdad que cuando comulgamos los niños baja Dios a

nuestra alma para hacernos cariños?

Estaré entre los niños ricos, y así como ellos, tendré

limpias las manos y olientes los cabellos, y cuando vuelva a

casa con manos impolutas, repartiré entre todos, los dulces

y las frutas, y en la sala tranquila me va a traer el Niño

Dios; y ya no me dirán en la escuela: es un tonto, Mamá,

¿verdad que vamos a ser ricos muy pronto?

Y la madre, que ve esto, lo tiene en los regazos, y

sintiendo que se arden las venas y los brazos del niño,

entre sollozos, se va a un rincón sombrío…..

¡Ah, que tengan que ser estas cosas Dios mío!

La Caravana

Cuán lindo es cabalgar sobre la playa,

con la familia y muchos convidados,

con un viento tan fuerte que hace raya,

y con el sol al frente y a los lados!

Respirando con gloria la marisma,

con un sombrero alón como los mozos

mientras el horizonte es como un prisma

que eternamente reverbera a trozos.

Viendo lejos cual mástiles bravíos

los manglares vetustos y ya secos

que forman insondables murmurios

cuyos ecos se mezclan a otros ecos.

Chupando los caballos afanosos

porque todos queremos llegar antes

al mar azul, de tumbos majestuosos,

que rezonga con cóleras gigantes.

Pasando por lugares tan queridos,

que en el límpido azul, que los retrata,

recordamos las ramas y los nidos

la flor silvestre y ventolina grata.

El sendero recóndito y divino

que a la mitad del aromal se pierde,

con patas de paloma en el camino

y las chicharras de pupila verde.

La azul chicharra que susurra y pasa

cuyo canto monótono y extraño

nos recuerda las dichas de la casa

y presagia calores para el año.

León, noviembre de 1932

La Prensa Literaria

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