Dice mi madre que muy pronto habrá guerra. Dice que aparece cuando la gente la convoca esperando que la herida los saque del letargo. Están aburridos… por eso la piden sus susurros y las bellísimas imágenes que decoran nuestras calles con cuerpos exquisitos; espléndidos y turbios porque están ensangrentados. La anhelan radiantes, lejos de la displicencia hacia lo usado; lo de todos los días. Los imberbes piden la espada roja y, en juegos, se visten de ira para disculpar el desenfreno lujurioso y el hidalgo desplante. Los hombres más sabios discuten, entre sorbos de café, cómo vencerán al invasor, ese monstruo de mil cabezas que a diferencia de la Hidra sólo muestra un reflejo a la vez.
Precisan, los de palabra fácil y cálida sonrisa, que por ser hombres libres lucharán hasta la mórbida perfección de lo terrible. Las mujeres los alientan, quieren en sus gallineros leones y portar en sus vientres linaje de héroes. ¡Esclavos! No saben que la gloria exige la muerte de una tribu, la propia. Mi madre los tilda de idiotas; rostros hastiados del sol que se levanta cada mañana, de la cama y el baño caliente… cómo aceptar que el sabor a herrumbre que cargan en los huesos destila vanidad esquiva. Y sí, dice mi madre, por eso evaden con desdén el sosiego de la vejez, del hilo, el grano y la crianza.