Cuenta mi madre que hubo una vez un ogro. Vivía aislado del mundo, lejos muy lejos, en el bosque de los frutos rojos y blancos, donde se escuchaban los gritos moribundos de los vehementes. Vivía solo, en una cueva donde reinaba el polvo. Nadie movía nada y cuando algo, por casualidad, cambiaba de lugar pizcas infinitas se encargaban de delinear con perfección el vacío.
En el pueblo, mucho se contaba de él. Decían que en tiempos de su mocedad, cuando la guerra obligó a tomar partido, se había llevado a muchas mujeres. ¡Para esclavizarlas!, especificaban los más pusilánimes. ¡Para comérselas!, añadían los más hambrientos. Lo cierto es que todas las mujeres habían regresado al pueblo ilesas, e incluso algunas satisfechas. Sin embargo enmudecían cuando los hombres preguntaban qué había pasado allá. Allá en la frontera de los gritos moribundos, allá en el mundo de los vehementes, allá en el abrazo de un ogro. Todas sin excepción se ruborizaban, y un mutismo se apoderaba de ellas casi hasta el éxtasis. Mi madre dice que callaban de vergüenza… cómo contar, en tiempos de lucro y liviandad, donde la prudencia estéril se imponía, que fueron mimadas hasta la inocencia, que hubo días felices donde fueron poseídas sin duda y sin certezas por un triste hombre valiente.