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LA PRENSA/B.Rodríguez

De los colibríes y otros aleteos

Dice mi madre que el amor a primera vista sí existe. Dice que fantaseamos sentirlo muchas veces en la adolescencia, pero llega después, cuando se ha perdido la ingenuidad y nos hemos vuelto prudentes y temerosos, cuasi marchitos. Por eso llega cuando no se espera, cuando el cansancio del cuerpo se ha impuesto, cuando aseguramos […]

Dice mi madre que el amor a primera vista sí existe. Dice que fantaseamos sentirlo muchas veces en la adolescencia, pero llega después, cuando se ha perdido la ingenuidad y nos hemos vuelto prudentes y temerosos, cuasi marchitos. Por eso llega cuando no se espera, cuando el cansancio del cuerpo se ha impuesto, cuando aseguramos que no se volverá a volar.

Lo conoció a finales de sus treinta. La década, dice mi madre, de las tentaciones; cuando mendigaba trabajo. De repente, se olvidó de la crisis, el dinero y la responsabilidad materna y un abismo se abrió ante ella. Sonrió, un viento frío se había instalado en el cubículo y en la boca de su estómago.

Entonces empezó la danza involuntaria, el revoloteo en busca de néctar. Seguramente él nunca supo que mi madre bailaba, seguramente él nunca bailó con ella y, seguramente, a ella nunca le importó. Sí seguramente, pues tenía tantas ganas de abrirse y probar, una vez más, el principio de todo bien. Claro, sonreía al contarlo, a sabiendas que no todo bien produce bien… Levantaba infantilmente los brazos y añadía: ¡Invocación, invocación divina! Y sí, había invocado un ladrón de néctar y de repente aparecía ese extraño que se desplegaba y contenía rítmicamente frente a ella.

Detrás de torres de libros, entre imágenes chillantes y una radio mal sintonizada, estaba él, escondido detrás de las gafas. Grande, irradiaba cierta gallardía de juventud que se desvanecía en sus movimientos metódicos; práctico, temía los juegos de la contemplación y la retórica; sigiloso, se ocultaba de los otros estableciendo un aparente caos. Recibía a mucha gente, hablaba poco, nunca la miró… se limitó a quitar los periódicos de la silla, visos de caballerosidad perdida, y fijó su cuerpo, cuan ancho era, frente a la pantalla.

Dijo sin mirar, y sin embargo sus formas y la parquedad de sus palabras fueron para mi madre una danza, esquiva, pero danza al fin. No le importó, sabía que había vuelto a sentir el aleteo febril, la bellísima incertidumbre, el desbordamiento incontrolable… El placer de volar y saberse tomada por un otro, aunque éste no lo supiera.

La Prensa Literaria

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