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LA PRENSA/Fotoarte/L. González

Olvidado de sí

Una. Dos. Tres. Hasta cuatro veces empuñó el cuchillo con el que ella había preparado la cena minutos antes, como cada día, como siempre. Le empujaban la ira y la furia, maceradas durante horas en alcohol en los lugares más sórdidos de la ciudad. El desamor, la miseria y la ignorancia, recogidas ruidosamente en callejuelas […]

Una. Dos. Tres. Hasta cuatro veces empuñó el cuchillo con el que ella había preparado la cena minutos antes, como cada día, como siempre. Le empujaban la ira y la furia, maceradas durante horas en alcohol en los lugares más sórdidos de la ciudad. El desamor, la miseria y la ignorancia, recogidas ruidosamente en callejuelas sin nombre, hicieron el resto.

Se había cumplido el fatal presagio anunciado por los espontáneos profetas del segundo, del tercero, del cuarto, a quienes nadie había preguntado. Ahora todos entonaban al unísono el mismo “se veía venir”, orgullosos de haber dado en el blanco. Todos trataban de reconstruir el último momento que la habían visto con vida. Y hablaban, con ademán serio, de sus virtudes como esposa abnegada, silenciosa; pero se olvidaban de que le quería.

Mientras tanto, su cuerpo, frío, yacía en el suelo, desplomado sobre los blancos azulejos de su cocina, presa de las miradas de policías sin graduación que, por un móvil, realizaban inútiles pesquisas, trámites rutinarios.

Por fin todo había terminado, al menos para ella, pues a pocos metros, en la habitación de al lado, el marido, olvidado de sí mismo, confesó: él también la quería.

Sui caedere

Acabo de matar a un hombre. No sé cómo lo he hecho, ni sé si me ha costado. Lo único cierto es que él, ahora, yace ante mí, sin nombre, sin una historia que contar.

Quizá algún vecino haya escuchado los gritos que yo no escuché y alarmado haya avisado a la Policía, que estará al llegar. En unos minutos vendrán a por mí. Me preguntarán por lo sucedido y, sin poder aguantar mi silencio, me esposarán y me conducirán a la comisaría más cercana. Alguien elaborará un informe —lo más detallado posible— sobre la causa de tan atroz homicidio, e intentarán reconstruir mi modus operandi; ése que ni yo mismo consigo recordar, porque mis manos y mi mente están limpias.

Lo sé. Los próximos años (todos mis años) los pasaré en prisión, porque todos los indicios, al igual que todas las miradas, apuntan hacia mí. No habrá rincón del mundo en el que no hallen mis huellas, ni habrá arma, por extraña que sea, que no se amolde a mis manos.

Los insultos se arrojarán sin piedad contra mi nombre y caerán hechos añicos ante mis pies inertes. Seré el homicida a los ojos del mundo, el gran pecador a los ojos del dios. Me exigirán eterno arrepentimiento. Y mi foto, desvanecida en la miseria, será eternamente recordada.

Nada quedará anterior a ese día. Y nadie se apiadará de mí. Nadie comprenderá que el único muerto aquel día fui yo.

Cristina Castillo Martínez (Guadalajara, 1973), actualmente profesora de la Universidad de Jaén, es especialista en literatura de los Siglos de Oro. Entre otros trabajos, ha publicado recientemente una Antología de libros de pastores, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 2005 y Rubén Darío, Azul, Prosas Profanas y Cantos de Vida y (Guía didáctica) Esperanza, 2007.

La Prensa Literaria

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