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Bohemia de Giacomo Puccini (1858-1924), presentada en el Teatro Nacional Rubén Darío. Fotos: LA PRENSA/C.Malespín.

Ópera y Operólogos

En fiesta donde se esparce y canta la ilustración se convierte para el melómano y el discófilo, la lectura —guía, luz— del aporte histórico literario, de los “operólogos”. La ópera es el signo en el mundillo diverso del teatro. Tiene a la música como un acompañante solidario. Los sonidos que ella plantea desde el tapado […]

En fiesta donde se esparce y canta la ilustración se convierte para el melómano y el discófilo, la lectura —guía, luz— del aporte histórico literario, de los “operólogos”. La ópera es el signo en el mundillo diverso del teatro. Tiene a la música como un acompañante solidario. Los sonidos que ella plantea desde el tapado de la fosa (los músicos no se ven, se les escucha), reafirman, el proyecto de turno de la emoción

Ellos nos trazan las rutas de la variada acción, candilejas cantadas, lloradas, tocadas, reídas, llena de renovadas acciones principalmente dramáticas. La disciplina se siente en las temporadas de ópera en Nicaragua que ya se han establecido gracias a la unidad del esfuerzo, a la reunión de los amores en la búsqueda y realización de su montaje.

Largo silencio tuvo la presentación de este género en Nicaragua, por razones que no es del caso exponer, salvo las relacionadas con la escasa voluntad o al trance implícito del requerimiento: vocalistas, vestuario, escenografía, ejecutantes, maquillaje, tanto menester de ineludible inclusión. Energía, voluntad, perseverancia le han sobrado a Ramón Rodríguez, ocupante de la primera fila en la suma de los bríos.

Con lo que ha ocurrido se rompió la afonía del telón (sobra mencionar obra por obra presentadas si todas han sido gozadas, positivamente valoradas en las páginas y las ondas de los especialistas, uno de ellos Silvio Iván Bendaña) y por el binomio auditivo visual de los espectadores que han llenado los palcos del Teatro Nacional Rubén Darío.

Ante la exposición de los diversos temas de un género occidental, (la ópera china dista mucho de estos lados) cabe reconocer una vez más en la línea de compartir las opiniones vertidas, su evolución histórica vinculada a la etiqueta del culto en la primera fase del origen, pasando por la representación de la moralidad, del misterio, de los actos sacramentales vigentes en la antecedencia cuando la música no desempeñaba su función en el conjunto. Ahora ella asume un rol activo, expresivo en la dinámica concomitante.

Tanto tiempo ha transcurrido que ya nos olvidamos quienes asistimos como gustadores, no como versados, de Landi, Ferrari, Caballi y Cesti. Si alguien se asoma al recuerdo y al proceso evolutivo moderno, alejado ya el madrigal polifónico renacentista, “las fábulas pastorales”, las “ensaladas”, las “farsas”, “los cantos de carnaval” etc, ese es Claudio Monteverdi hasta el extremo de decirse —atrevidamente quizᗠque con él comienza “la ópera in música”, aunque esta haya dado los primeros vislumbres en 1597 con Orazio Vecchi.

De Monteverdi nacen “la cohesión, el sentido unitario a los diversos elementos, drama, música, acción, expresión etc. Dentro del ciclo y para ilustración y placer de los diletantes de esta índole imperecedera nos remontaríamos a lo más representativo de esa época si alguna vez se pusiera en cartelera aquí, algo como Dido y Eneas de Henry Purcell (1658—1695) donde se canta el aria de la despedida considerada como una de las mejores de la historia de la ópera, cuando han sido relevadas las ficciones mitológicas y la antigüedad de los dioses por la temática de la sociedad burguesa de la cual hizo caricatura la ópera buffa.

El repertorio moderno no prescinde del hondo sentido dramático que incorpora a la Bohemia de Giacomo Puccini (1858-1924), la cual acabamos de presenciar en el Teatro Nacional Rubén Darío, un canto sensual que sabe reflejar con sinceridad y claridad los bemoles de la bohemia en el artista esta vez representado por el poeta y el pintor, la vida de la informalidad castigada con el reproche de un desenlace inesperado que se contradice con las primeras gotas de sueño y de ilusión de los actos en que todo parece trivialidad y algarabía primaveral desde la humilde buhardilla donde hicieron dúo las letras y el color.

La ópera por su estructura ofrece variedad de atractivos hacia los cuales puede inclinarse el espectador. Unos por el vestuario, otros por el argumento, unos por las voces, otros por la música. En el caso del suscrito embelesa la melodía melancólica y muy sensible de Puccini, la tendencia irrefrenable de saltar de la butaca para seguir los movimientos del director de la orquesta, descubriéndose en la curiosidad incisiva, una testa vestida de blanco luciendo una batuta ágil. Es Roberto Sánchez Ferrer, invitado distinguido a quien le cupo la responsabilidad de ubicar a la música y a sus intérpretes en su lugar, distante de ser solo la ornamentación sonora. No existe mejor instrumento que el de la voz humana. La dirección no quiso llevar a la orquesta a esa imposible suplantación, pero sí agotó todos los recursos de su sólido otoño para darle el sentido de una participación notable, no secundaria pero tampoco protagónica como quiso establecerlo Richard Wagner quién a veces aparece más como sinfonista por su inclinación más a la expansión e intervención de la orquesta, que a la voces del libreto ahogado. Las palabras de Tristán e Isolda sumergidas en su océano por el estrépito de los cueros y de los metales. En Verdi y en Puccini eso se redujo y eso fue lo que magistralmente entendió y comprendió el director. La música equilibradamente expresiva, circunstancial desde el momento en que debía acoplarse con el temperamento de los actores, pero no negada en la función de su beligerancia equitativa. Y es que para que exista la ópera, debe existir la música. Lo uno sin lo otro, evidentemente, restaría brillos a la belleza plena.

La Prensa Literaria

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