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1961, pintura de René Magritte.

Nadie recuerda tu nombre

Fragmento de la novela Nadie recuerda tu nombre que resultó con una mención en el Primer Premio de Novela Corta Katharsis Tras la segunda tanda de comida, pagué y fui directo al trabajo del triple X. Estela me había dicho dónde laboraba. Lo esperé y al final de la tarde, lo vi salir. El corazón […]

  • Fragmento de la novela Nadie recuerda tu nombre que resultó con una mención en el Primer Premio de Novela Corta Katharsis

Tras la segunda tanda de comida, pagué y fui directo al trabajo del triple X. Estela me había dicho dónde laboraba. Lo esperé y al final de la tarde, lo vi salir.

El corazón se me desesperó.

¿Y si Estela al fin se había quedado con él? ¿Éste era el hombre con la que la habían visto bailando?

De cualquier forma, esperaba que su reacción fuera lo menos violenta. Podía ser que ella estuviera con él, y yo debía estar prevenido por si intentaba reventarme la boca por mi descaro, pero pudieron más las ganas de saber del paradero de Estela que mantener mi anonimato y me acerqué.

Me presenté, le dije que era un ‘amigo’ de Estela, que desde hacía días la andaba buscando y le pregunté si había escuchado de ella, si tenía algún número dónde contactarla o si conocía algún familiar que pudiera acercarme a ella, pero lo negó todo.

Me vio con odio, adivinando que yo era la persona por quien lo había dejado, pero lo único que yo sabía era quiénes éramos nosotros, pero no por qué nos había dejado Estela.

No sé qué cara puse que le di lástima de verme rogar y hasta temí que se metiera la mano en sus bolsillos y me diera unas monedas para el autobús.

Aseguró que hacía tiempo no escuchaba de ella, pero que probara donde una tía de Estela y dijo que por ahí tenía el número de teléfono. Buscó en su agenda, pasó páginas con su dedo apartando nombres, números y al fin, lo encontró y me lo dictó.

Yo no tenía lapicero.

Torpe, me palpé los bolsillos de la camisa y el pantalón sabiendo que era inútil.

El triple X se molestó, arrancó un pedacito de una hoja de papel de la agenda, anotó el número y casi me lo aventó. De un instante a otro, cambió como si se diera cuenta a quién le daba el número. Le agradecí, trató de sonreír, pero inmediatamente me dio la espalda sin decirme adiós.

Yo, inmóvil, lo vi alejarse, solo, derrotado, sin Estela, como yo que tenía como esperanza un pedazo de papel con siete números. Ahí radicaba el resultado de un día de búsqueda, de haber andado de un lado a otro, ver cómo la ciudad pasaba desenfrenada de la tarde a la noche y se encendían las luces, se pintaba de rojo y lágrimas, de negro y luto, de blanco y muerte, de amarillo y odio.

¿Dónde podría estar Estela?

¿Por qué había desaparecido así de mi vida?

Yo sólo quería decirle que la amaba y que deseaba pasar el resto de mi vida con ella y sus orgasmos universales, bestiales, suaves, profundos, a la carrera, jadeantes, angelicales, tranquilos, pornográficos, volcánicos, acalorados, rabiosos, chistosos y nostálgicos. Claro, podía buscar a otras, era factible enamorarme, ser feliz y hasta casarme, pero con Estela se reuniría lo que mi cuerpo estaba dispuesto a experimentar y debía hallarla para hacérselo saber.

¿Y si me rechazaba?

Aunque esto pasara, me daría por satisfecho de haber liberado este atrapado sentimiento.

En cuanto entré a casa, cerré la puerta, corrí al teléfono, marqué los números y el sistema automático me devolvió lo que no presentía.

No correspondía a ningún abonado.

La Prensa Literaria

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