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El concierto de Aranjuez para un gran final

Ha tomado jerarquía institucional la disciplina de darle continuidad a los festivales de música clásica. Esta vez han surgido las presentaciones de la octava temporada de música clásica, en la cual como en las anteriores hubo amalgama fraternal de participantes entre valores autóctonos y valores extranjeros para hacer una conjunción ejecutante llena de uniformidad en […]

  • Ha tomado jerarquía institucional la disciplina de darle continuidad a los festivales de música clásica.

Esta vez han surgido las presentaciones de la octava temporada de música clásica, en la cual como en las anteriores hubo amalgama fraternal de participantes entre valores autóctonos y valores extranjeros para hacer una conjunción ejecutante llena de uniformidad en su calidad.

Pluralidad de épocas hubo, tanto de los autores escogidos como de los intérpretes de distinta generación, amantes de ser portadores de la memoria, porque es esta además de la nota, la prevaleciente en las noches recorridas, en la suma de las obras extraídas de la diversidad.

Es así como con respeto ante el altar de la cronología cumplida, seguimos el homenaje otorgado a músicos a quienes conocimos, y no sólo eso, a quienes presentamos públicamente en el ejercicio de la animación radial en el cual ocuparon mayor holgura en el pequeño mundo del recuerdo personal, José Simó llegado de España con la orquesta de Antón Bardají, y el nicaragüense Eduardo Paniagua seducido por el violín que nunca soltó. Dúo ejemplar sería si viviera, el corpulento contrabajo de Simó y el quebradizo violín de Paniagua.

Señalada la inquietud de referir a dos de los causantes de la irreprochable dedicatoria, es la parte conclusiva de ella—el gran final—el que motivó mayor impregnación, como que fue la obra estelar de la campaña sonora: El Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo, inspiración unitiva de los apasionados de la guitarra y de un nombre que imprimió sus letras en el universo de la música española.

Como no puede concebirse la evasión deliberada de las reminiscencias, cuando nos llenamos del salto primario que da el solo melódico del instrumento de cuerdas punteadas de timbre banal, por su afinación, por su composición, resultó sumamente improbable dejar de imaginar la forma de una majestad. No pudo escaparse una visión sucedida en la inolvidable anterioridad, el tiempo en que conocí en Madrid en la ceremonia de un doctorado honoris-causa al perdurable Andrés Segovia, puesto al lado del Rector de la Complutense, esa vez despojado de los hilos de su querida de madera con la cual se acostó tanto en el nocturno de las serenatas, en los conciertos que elevaron la personalidad de la guitarra, pero luciendo las espumas verbales en el mar de su yo profundo. Y nadaron ahí posteriormente las estampas del ciego que anduvo siempre con la luz de la armonía en sus ojos: Joaquín Rodrigo nadando también al margen del protocolo riguroso de la investidura en un programa especial que tuvo como cierre el Concierto de Aranjuez, tocado por el concertino longevo, por Segovia, con dedos de pontífice.

Esta vez dejando aquellos días del siglo pasado, con el auxilio de ubicarse en el presente, sentí la excitación espiritual de ver y escuchar desde luego, la ejecución del Concierto de Aranjuez, total y vivo, protagonizado por un docto de la música a quien no había visto ni sentido en el punteo lírico y solariego: Isaac Bustos Orozco, sin precipitarse, sin ganas de darle primacía a la lucidez personal, a la técnica tantas veces invocada, natural y traslativo y para que se tuviera el mejor concepto de la creación vigente, aunque Rodrigo esté muerto, viva la poesía del maestro.

El famoso concierto fue—y es—la ilustración inevitable de la belleza en el fornido ciclo español, estrenado en el 1939 de Aranjuez, año en el cual vibraron las notas más amadas del repertorio para guitarra, escuchada desde los tiempos del Retablo. Aquí lo vivimos como se vive con el rocío de la añoranza, concentrados quizá en lo que no debiéramos, en los trances, en la ingrata letrilla de la invalidez, no obstante la fortaleza de una recia inspiración. Y se impone el entusiasmo de festejar a los que como él se dieron a conocer por la magnitud de la obra. Y al fluir la oportunidad de estar en vivo en el Teatro Nacional Rubén Darío, no pudo la influencia del viaje a otros mares, evitar que estuviésemos de nuevo en España haciendo una valoración subjetiva de los alcances de la forma concierto en lo cual Rodrigo fue un gran progenitor. Cuál es esa forma, qué redondea. Diferente de la escueta presentación de aquí, además de la guitarra, piano, violín, cello, arpa. Esta forma que fue usada en las ausencias de Dulcinea, los cuatro madrigales amatorios, la música para un códice salmantino, para no dejar ningún vacío, nada pendiente con las ansias del exigente que se regodea con la multiplicación instrumental. Se gozan, se sienten los signos de su estilo en solo el primer movimiento del Concierto de Aranjuez. Arrecia el tacto. Se insinúan las sombras desde niño.

Rodrigo pareciera Falla pero no es Falla, es Rodrigo. Pareciera Ravel pero no es Ravel, es Rodrigo. Es pues rodriguero en las fuentes donde puso sus lámparas

El guitarrista y sus acompañantes, la Camerata Bach y la Orquesta Nacional, lucieron una fusión llena de color melódico, plasmaron la hondura lírica sin la pretensión de ser circunspectos, cercanos todos del énfasis que también ofrece afectos a lo místico y popular sin la oficiosidad del pintorequismo.

En algunas de las esquinas del festival fue evidente el homenaje a la guitarra al descubrirse la orquesta de ellas como para darle notoriedad al predio donde crecen y maduran los frutos que tuvieron como antelación, ingratamente olvidados a figuras como Armando Morales y Pepe Ramírez, especialistas tanto en los clásicos como en los vernáculos intestinales. Dejaron su clavijero, su clavija, su ceja, su mástil, pero el relevo los ha tomado Una nueva generación ha florecido en esta reciente temporada.

La Prensa Literaria

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