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La botella en el mar

El recuerdo de mis primeros instrumentos de escritura me parece una prueba excesiva de antigüedad cuando a través de la pantalla me asomo al universo infinito de la red en la que reboto saltando de un siglo a otro siglo. Las crayolas multicolores en su estuche de latón que yo envidiaba a mi compañero de […]

El recuerdo de mis primeros instrumentos de escritura me parece una prueba excesiva de antigüedad cuando a través de la pantalla me asomo al universo infinito de la red en la que reboto saltando de un siglo a otro siglo. Las crayolas multicolores en su estuche de latón que yo envidiaba a mi compañero de banco en el Kindergarten en Masatepe son la primera prueba terrorífica de esa antigüedad. Y los lápices de grafito, de borrador de goma en el cabo, tajados a mano con el cortaplumas de modo que la ceba asomaba a duras penas por la punta, llenos de mordiscos que eran las marcas de la angustia cuando uno debía enfrentarse a las altas potestades escolares.

La modernidad no es más que la nostalgia por los instrumentos perdidos. Escribir en el cuadernillo de ejercicios de caligrafía siguiendo las líneas punteadas que te enseñaban a imitar la letra Spencer y la letra Palmer, trazos elegantes e inclinados que tan sólo servían después para llenar los pliegos del castigo que obligaba a repetir cientos de veces no vuelvo a hablar en clases, hasta entumir la mano.

La escritura como penitencia mucho antes de la escritura como gozo. Las lecciones de mecanografía en el sopor de las dos de la tarde, sentado en el corredor frente a un patio soleado donde buscaban gusanos las gallinas y un mono se agitaba dentro de su jaula queriendo huir de su propia cadena, sobre la mesa la vieja máquina Remington de alta alzada y teclas redondas que olía a aceite, a un lado, bajo una piedra para que no volara las hojas el viento, el método medio descuadernado, mientras el carrete de cinta mil veces usado iba imprimiendo las letras filosas, mitad en negro mitad en rojo, y a veces sólo el duro relieve en blanco, y nunca haber aprendido a usar todos los dedos para quedarme con los dos índices con que sigo escribiendo a picotazos sin dejar de mirar el teclado.

Y el encuentro con los tipos sueltos de las cajas de chibaletes en las tipografías provincianas de León donde imprimí mi primera revista, aprendiendo el arte de leer al revés los moldes de las planas para comprobar si el cajista había incorporado las correcciones hechas en la galerada impresa en papel húmedo con el rodillo entintado. Las galeradas. Largas tiras de papel periódico en las que escribí mis primeros cuentos para así no desperdiciar el tiempo en meter en el carro de la máquina los folios de tamaño normal.

De las máquinas de escribir que traqueteaban como animales cansados en la incómoda soledad de la escuela de mecanografía, y que no escondían sus entrañas, a las pudorosas Underwood compactas que no dejaban ver sus tripas y sonaban con menos escándalo pero siempre hacían sonar la campanilla que advertía la llegada al final de cada línea para devolver el carro, ya atemperada la fiebre o la furia de teclear sin pausas para escribir de una sentada la obra maestra, y entonces entrar en la manía de la página perfecta sin equivocaciones digitales ni tachaduras ni borrones ni raspaduras, siempre la hoja inmaculada mientras el canasto iba llenándose de papeles arrugados.

Y de las máquinas compactas de escritorio a las poderosas máquinas eléctricas que asombraban por su silencioso sedoso, y siempre las portátiles de peso leve que podían llevarse colgadas de la manigueta del estuche, así la Olympia modelo Monica que acompañó mis años de Berlín en los setenta. Máquinas todas ellas que forzaron a alteraciones de la ortografía que aún perviven, porque no traían sino los cierres de los signos de admiración y de interrogación, y así se escribieron no pocas de las obras maestras de la literatura latinoamericana.

Las palabras que designaron a esos objetos, más que para un diccionario, sirven hoy para un museo de las palabras. Empatador, plumilla, tintero, pluma fuente. Máquina de escribir mecánica, máquina de escribir eléctrica, máquina de escribir portátil. Cinta de seda para máquina, papel carbón, papel de copia. Esténcil, mimeógrafo. Chibalete, tipografía, galerada. Piezas de un museo inundado por las aguas del olvido y que ahora navegaban rumbo a lo desconocido, como tras una crecida que arrastra lo que un día fue útil.

La postmodernidad y sus instrumentos de escritura, y de transmisión y difusión de la escritura a través de la red cibernética, están creando también un estilo que desborda el territorio de los escritores en singular, para introducir en el lenguaje corrientes capaces de alterar la prosa y todo su tinglado de sintaxis, prosodia y ortografía. Nunca tantos millones escribieron al mismo tiempo, ni se escribieron unos a otros al mismo tiempo. Y esa multitud de manos que teclean desde todos los rincones multiplican los neologismos, las abreviaturas, las expresiones crípticas, las trasposiciones de uno a otro idioma, toda una parafernalia que llena de asombro y desconfianza a quienes se asoman a ese abismo alucinante desde la seriedad académica, sin advertir que allí bulle la espesa sustancia de un nuevo lodo primigenio del lenguaje, creado sobre todo por adolescentes.

El terco teclado que se resistía a desaparecer y también comienza a ser ya una proyección virtual. La tecla, el molde, la letra con sustancia real que marcaba a cada golpe sobre la cinta entintada y dejaba su huella en el papel. En la pantalla, en cambio, tengo frente a mí lo que no existe, porque la escritura se vuelve una estremecedora expresión ilusoria, y al final de cada jornada, cuando apago la computadora, todo lo que he escrito regresa a la nada, y todo, lenguaje, escritura, se vuelve un asunto de ansiedad filosófica ante lo precario.

¿Pero qué es hoy en día lo real y qué es lo figurado? ¿Cuál es el alcance verdadero de la palabra virtual? El gran instrumento real, de imperio tan reciente, es el hardware. Hardware, software. He aquí un nuevo tipo de intermediación que nos traspone desde el mundo real al mundo virtual, y donde el hardware es un simple agente para componer la sustancia virtual de la que todos participamos, hilos del infinito tejido de una red cada vez más densa, sutil e inasible. Inconsútil.

Botellas con un mensaje navegando en el espacio cibernético en el que todos somos de alguna manera náufragos esperando ser escuchados, cada quien en su propia isla desierta, frente a su propia pantalla, pulsando las teclas que componen el mensaje que alguien leerá. Segregando hilos como arañas, los hilos de una escritura compartida.

Las anotaciones diarias de mi bitácora, que lanzo todos los días dentro de la botella, son una escritura compartida, una experiencia que no se parece a ninguna otra de mi vida de escritor. En este nuevo espacio que creo cada vez bajo mis dedos, las viejas teclas haciendo su oficio de siempre, la palabra sin consecuencias deja de existir, y entra en un nuevo espacio dialéctico donde toda frase gana la posibilidad de tener una respuesta y cada afirmación puede ser de inmediato desafiada, y por tanto, la palabra viene a situarse en ese territorio dichosamente precario en el que quien escribe puede ser corregido en sus juicios, puede enmendar sus opiniones, o refutar a quienes le refutan.

Voltaire hubiera estado encantado con semejante posibilidad de generar un espacio crítico múltiple semejante, que es lo que es el blog para mí. La botella que se va en la corriente ignorada llevando el mensaje, y puede regresar a mis manos.

La Prensa Literaria

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