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Pablo Antonio Cuadra. LA PRENSA/Archivo.

“Aquí estuvo preso un hombre libre”

En mayo de 1987 Pablo Antonio Cuadra fue entrevistado por el crítico literario Steven F. White, el poeta iba a ofrecer un recital en la Universidad de Oregon, oportunidad en la que habló de su experiencia como preso político a raíz del ajusticiamiento del dictador Anastasio Somoza García en León, Nicaragua por Rigoberto López Pérez […]

  • En mayo de 1987 Pablo Antonio Cuadra fue entrevistado por el crítico literario Steven F. White, el poeta iba a ofrecer un recital en la Universidad de Oregon, oportunidad en la que habló de su experiencia como preso político a raíz del ajusticiamiento del dictador Anastasio Somoza García en León, Nicaragua por Rigoberto López Pérez en 1956

Esta entrevista es la primera y única vez que Pablo Antonio Cuadra habló tan detalladamente sobre su experiencia como preso político a raíz del ajusticiamiento del dictador Anastasio Somoza García en León, Nicaragua por Rigoberto López Pérez en 1956. Este acto heroico que inició el espíritu insurreccional contra la próxima etapa de la dinastía somocista, desató una ola de represión y detenciones masivas que incluían al personal del diario opositor La Prensa donde trabajaba Cuadra con su colega Pedro Joaquín Chamorro.

La entrevista se realizó en Eugene, Oregon, donde llegó el poeta para ofrecer un recital de su poesía en la Universidad de Oregon después de la publicación de la antología bilingüe que hice para Unicorn Press The Birth of the Sun: Selected Poetry (1935-1985). En ese momento, yo había defendido mi tesis doctoral La poesía de Nicaragua y sus diálogos con Francia y los Estados Unidos (disponible en una nueva edición de la UNAN-León) y tenía que entregar la versión final con las últimas correcciones. Más que una entrevista con preguntas formales preparadas (como fue el caso de las entrevistas que le hice en 1982 y 2000), esta plática de unas cuatro horas a lo largo de los tres días de la visita de Cuadra era bastante informal, un monólogo relajado, abierto, y brutalmente honesto. El poeta venía de Austin, Texas donde gozaba de una beca Guggenheim y una afiliación con la Universidad de Texas. Andaba con el manuscrito definitivo y escrito a mano de su gran poemario La ronda del año.

Las cintas con la grabación de la entrevista que yo pretendía incorporar en la versión final de mi disertación se perdieron por más de 20 años. Agradezco la ayuda de Esthela Calderón con la transcripción de las cintas, un trabajo que realizamos juntos en León en febrero de 2009.

¿Poeta, cuénteme de cuando estuvo preso a raíz del asesinato de Somoza García en 1956?

En la cárcel, como psicosis, la gente te cuenta cien veces cómo fue que lo agarraron preso. por qué cree que lon tiene preso y qué cree que le va a pasar. Y están con eso, dándole vuelta y vuelta. Es una de las cosas que a mí me indisponía psicológicamente. Me ponía enfermo. Se me acercaba uno y me decía, luego se me acercaba otro y me decía también. Y como yo era un poco mayor de los que estaban allí, era como el confesor. Y me ponían al corriente. Estuve preso dos meses y pico. Al principio estuve muy mal porque me metieron en la celda de la que sacaron la mayor parte de los atormentados como, por ejemplo, los muchachos Narváez. O sea, los que andaban cerca de los que mataron o que eran amigos. Todos los días teníamos gente que volvía de la tortura y eso era espantoso, porque era como si nos torturaran a nosotros. Un muchachito Narváez de 10 ó 12 años que estaba allí en la cárcel le metieron la cara en una pana de cal. Llegó con toda la cara pelada, incluso los mismos párpados. Todo esto era tremendo.

Y después que me había costado un mundo conseguir una almohada y un petate por las pulgas para estar un poco más aislado de las tablas que eran los camarotes, llega el teniente y me dice en el lenguaje de la cárcel, “Sale con todo y más a matate.” Matate significa todas las pertenencias de uno y esas palabras significaban que ya uno iba libre. Entonces llega él con una sonrisita y dice, “Pablo Antonio Cuadra, con todo y matate.” “Ah,” decían mis compañeros. “Ya salió Pablo Antonio”. Y todos me felicitaban con grandes abrazos. Entonces yo empiezo a repartir mi herencia: mi almohada, mi comida, todo lo que tenía yo allí. Llegó el mediodía, salgo y el teniente me dice, “Te voy a pasar a una celda mejor”. “Ya te paseaste en mí”, le digo. “Regalé mi almohada y regalé mi comida Y, además, me quitás a mis amigos. Si yo tengo 15 días de estar con ellos. No quiero caras nuevas”. Bueno, me pasaron a otra celda que ni estaba mejor ni peor. Era una celda que estaba partida en dos con una reja de hierro. A un lado estaban Flores Ortiz, Fonseca Amador, y otros y al otro lado estaban los muchachos Solórzano.

¿Por qué estaba preso Carlos Fonseca en ese momento?

Porque echaban presa a toda la oposición e iban seleccionando conforme iban cogiendo hilo. Entonces allí vino ya la segunda parte que empezaron a planificar meter a Pedro en la muerte de Somoza. Todos los de LA PRENSA estaban presos. Entonces la guardia nos iba estudiando para saber quién de nosotros era el más nervioso para apretarlo con tortura y hacer que hundiera a Pedro con algún falso testimonio. Entonces, después de estudiarnos a todos, resolvieron que Horacio Ruiz era el más nervioso, el más flojo. Una noche yo estaba con Horacio, platicando de casualidad, pues teníamos bastantes prisioneros en la celda ésa. Entonces, lo llaman: “¡Horacio Ruiz!”. Lo llevaron y nos quedamos todos expectantes. Parecía que nunca iba a volver. No volvió ese día y no fue hasta el tercer día que llegó. Y llegó despedazado completamente. Yo me acuerdo que yo estaba dormido en el tapesco como a las tres de la mañana cuando vino. Y se me fue a hincar al lado a llorarme. “¡Idiay! ¿Qué te pasó?” le digo, despertándome con esa zozobra”. “Es que me torturaron y traicioné a Pedro”, me dijo. “¿Y cómo?” le pregunto. “Me obligaron a decir, pues, si yo había oído decir que estaba metido en el crimen”. Y era una llorata inconsolable. Pedro había sido como su padre. Había metido a Horacio desde pequeño en LA PRENSA. Ya es el Vía Crucis traicionar al amigo, pero lo obligaron con tortura. Entonces, yo le dije de consuelo sin saber ni lo que les había dicho, “Pedíle a Dios, hombre, que te dé fuerza. Nadie puede acusarte porque con una tortura hayas hundido a un amigo”. Nadie sabe la resistencia que uno tiene. En un momento dado, el dolor es tan tremendo que vos hacés lo que te dicen. Horacio pasó unos días espantosos. Pasó el tiempo. Echaron a Pedro al Consejo de Guerra con la declaración de Horacio. Llegó el Consejo de Guerra; también llegó Time, llegó Life, llegaron periodistas de los Estados Unidos y del mundo. Estaba aquello lleno. Entonces van a juzgar a Pedro. Llaman al testigo Horacio Ruiz. Se para Horacio y dice, “Señores, yo quiero declarar una cosa que me lo manda mi conciencia. Todo lo que declaré fue porque me torturaron. Pedro es completamente inocente”. Y eso lo dice ante el mundo entero porque están las cámaras de televisión. Entonces les desbarató todo el plan de viaje. Tuvo la fuerza en ese momento, sabiendo que le podía venir hasta incluso la muerte por volverse para atrás. Yo, por eso, a Horacio le tengo tanta estima porque no cualquiera sería capaz de dar esa vuelta para atrás. Les arruinó el plan. Sin embargo, dijeron que Pedro era sospechoso y lo condenaron no a lo que ellos querían pero sí lo condenaron. Fue una de las cosas tremendas que viví yo, eso de Horacio y de los Narváez.

¿Pero el niño no murió?

No. No murió. A uno de ellos lo mataron después. Cuando hicieron aquella matanza en la cárcel. Y el otro caso que ví así doloroso tremendo fue con Chema Zavala. Ya empezábamos a salir libres. Empezaban a sacar al mes y medio a los que veían que no tenían nada, incluso a gente muy metida en la política. Los iban sacando. Ellos llevaban su hilo bien cogido. Entonces a Chema Zavala que era muy español, muy de esos que reaccionan con efervescencia, lo llama el jefe de la cárcel y le dice, “Vas a salir, pero vas a firmar aquí que no te vas a meter en política”. Y Chema le responde, “¿De dónde eso? ¿Dónde está? ¿Qué constitución hay que ponga eso?” le dice Chema y empieza a alegar. Entonces, el jefe dijo, “A, pues, volvelo a la cárcel. A vos te voy a enseñar en la noche los derechos y las libertades a las que tenés derecho”. Después le dije a Chema, “Pero ¿por qué sos tan animal? ¿Qué perdés vos firmarles a estos high criminales? Firmáles ya. Que ya no te volvás a meter en política. Y te metés apenas llegués a la primera esquina”. Pues a las doce de la noche, lo llamaron: “¡Zavalita!” Desde la celda se veía cuando salían los jeep. Ya desde que Chema bajó las gradas para el jeep, vi que lo agarraron dos soldados y lo colgaron boca arriba de esos hierros que tiene el jeep y le metieron una caja de fósforos en la boca para que se la comiera. ¡Fijate, qué salvajada! Se lo llevaron. Lo tuvieron toda la noche, haciendo sentadillas. Si se caía le daban golpes con la culata. A las cincuenta veces te caés. Ya no aguantás. Entonces lo llevaron entre dos guardias y lo tiraron en la celda a las 3:00 de la mañana. Buscamos entre todos los presos quién sabía sobar porque no lo podías tocar ni con la punta de los dedos. Tenía inflamado los músculos. Si lo tocábamos pegaba unos alaridos como una mujer a la hora del parto. En la mañana le amanecieron en la espalda los morados de las culatas que le daban cuando caía y lo levantaban a golpe.

Yo viví dos meses y pico en esa tensión. Siempre hay su parte graciosa, siempre hay su parte de humor. Estábamos en la cárcel en esa primera celda. Todos allí nos habíamos hecho un equipo. Nos ayudábamos y de repente vemos que entra la guardia con un tipo rubio que venía hablando. Abrieron la puerta y lo volaron así como quien vuela un toro. Venía furioso, y lo quedo viendo, y le digo, “Ranucci, ¿qué andás haciendo aquí?” Era un italiano que había contratado el gobierno para que diera clases de piano en la Escuela de Bellas Artes. Ya teníamos quince días o un mes de estar presos. Ya el asesinato de Somoza había pasado. Pero pasa lo siguiente: la Policía de seguridad, o la inteligencia como decían, averigua que este hombre ponía una obra de teatro que se llamaba Tavarich, que significa camarada en ruso. Entonces en las paredes de Managua mandó a pintar “Tavarich” el 21 de septiembre, o sea, el mismo día que Rigoberto López Pérez le disparó a Somoza. Entonces, le dicen a Ranucci, “Usted sabe, eso era propaganda para el crimen”. “¿Y qué crimen?” les preguntó el italiano. Ranucci me contó que lo agarró la Guardia cuando él estaba con Rodrigo Peñalba, haciéndole una visita. Llegó la Guardia y preguntaron, “¿Este señor es un señor italiano de apellido Ranucci?” “Sí”, dijo Rodrigo. “Quiere hablar con él el jefe de Policía”. “¿Conmigo?” preguntó Ranucci. “Sí. Quiere hablar con usted”. “Andá, hombre”, le dice Rodrigo. Entonces se monta en el jeep con la Guardia. Y cuando llega al Hormiguero le dice un guardia, “Éste es. Metélo en aquella celda”. Entonces Ranucci dice, “¿Cómo celda? ¿No quiere hablar conmigo el jefe de la Policía?” “Ahí te van a explicar, gringuito. No estés jodiendo”. Y lo meten tras las rejas. Entonces pasaba un guardia. “¡Señor!” le decía Ranucci. “El director de la Policía quiere hablar conmigo. Parece que se han equivocado porque me han traído aquí”. “Sí, hombre. ¡Ya! ¡Callate! Allí vas a ver”. Y lo tuvieron así toda la noche. A las seis de la mañana, oscurito todavía, lo sacan y ya va a hablar con el director de Policía, y lo sacan hasta el portal del Hormiguero donde hay una zaranda de las que llevan presos, y lo agarran y lo meten en la zaranda. “¡Están equivocados!” dijo Ranucci. “Si yo soy empleado del gobierno. Me han traído aquí. Me han contratado en Guatemala”. Entonces, llegan a la cárcel donde estamos nosotros, y el italiano cree todavía que va a entrar a ver al señor director de Policía y se encuentra conmigo, su amigo, con Chepe Chico Borge, con León Cabrales, y con todos los que estábamos allí. “¿Y qué está pasando aquí?” pregunta Ranucci. “¿Por qué estoy con ustedes si ustedes están presos? ¿Por qué me echan preso?” No le cabía en la cabeza. Esos quince días fueron para nosotros una comedia, porque, cada vez que entraba un guardia, él tenía que interrogar al guardia y decirle, “Señor, aquí hay una equivocación grave. Yo soy un empleado del gobierno”. Y le contestaron, “Tené paciencia, gringuito. Estamos muy ocupados con esta enorme cosa que ha pasado”. Por último, el italiano va averiguando que era Tavarich lo que lo había hundido. Su mujer llegaba y estaba gestionando con Rodrigo Peñalba. Hombre, fijáte como es. La Policía lo sacó a la frontera de Costa Rica en un automóvil cuando ya era evidente que no había razón para mantenerlo preso. Pues se metió hasta el embajador de Italia y era un contrato oficial. No creás que lo pusieron libre. Lo agarraron y lo expulsaron de Nicaragua. Les quedó que Tavarich era el anuncio de la muerte porque eso en ruso era de los comunistas. Es de novela. Y con eso fue que escribí “Aquí estuvo preso un hombre libre”. Con él porque él se ponía a hacer muñecos y cosas en la pared. Entonces yo hice una especie de mural con cabitos de lápiz que nos llevaban para escribir nuestros papelitos. Y al mismo tiempo organizábamos con el italiano óperas sobre la muerte de Somoza. Esa era una de las partes gozosas de la cárcel porque como el italiano cantaba y estaba arrecho ya entonces todos cantábamos y improvisábamos cosas sobre la Yoya y hasta el mismo Somoza. Pierde el miedo uno.

El miedo horrible para nosotros fue cuando murió Somoza el 29 de septiembre. Porque nosotros entramos presos cuatro días o más, antes. Uno de esos días en la mañana hablábamos de si llegaba ese día (que se muriera Somoza), porque los guardias nos decían, “Se muere el hombre y se van todos”. Ésa era la amenaza que recibimos. Nosotros estábamos pendientes de aquella muerte. El mismo Somoza había dicho que si él moría, morirían por lo menos dos mil. Fijáte vos qué cosa más tremenda. En la mañana se asomó Leo Cabrales al patio por la ventana y dijo, “Ya murió el hombre”. “¿Por qué?” le preguntamos. “Porque ya la bandera está a media asta con cinta negra”. En eso vemos que se mueve toda la guardia, todos con lazos negros, y nos ponen una inmensa ametralladora de esas con banda enfrente de la puerta. “¡Hijueputa! Aquí va a ser la masacre ya”, me dije. Cabrales, que tenía un humor negro me dijo, “Mirá, poeta, aquí al primer balazo nos tiramos a la pileta y que Chepe Chico se meta en el excusado”. Porque había una pileta en media celda y el excusado se mantenía siempre lleno de mierda. Y nos hemos estado aguantando esa presión todo el día. Yo me acuerdo, para mayor humor negro, que mi mujer me llevó unas manzanas que no existen en Nicaragua. Quién sabe quién se las dio ese día con la comida. Y el que estaba con la ametralladora era un miskito con una cara de perro que jamás me lo pude ganar. Y ese día le dije yo “¿Querés una manzana?” Entonces agarró la ametralladora como si me iba a apretar ya. Yo para darle un poco de amistad a aquel diálogo espantoso de una ametralladora enfrente tuyo todo el día. No quiso la manzana el hijueputa. Y estábamos todo el día con esa cuestión. Ya al día siguiente amanecimos un poquito más calmados porque no nos habían matado el primer día. Al tercer día, empezaron a llegar periodistas. Entonces quitaron la ametralladora. A nosotros nos sirvió mucho esa presión de la información extranjera porque llegaban a sacar informes.

Ese día fue horrible. Pues ese día, Chalo Solórzano, uno de los que nos ayudaba en la ópera, cogió una escoba y se puso a cantar, “¡Ya se murió, ya se murió!”, cantando el rejodido. Y le dije, “¡Hijueputa! Andá a sentarte. Nos van a tirar por vos.” En los nervios hay gente que le cogen por eso, por hacer insensateces. Bailando con una escoba. Qué día.

Y la cosa humana. La cárcel me mantenía aburrido como una ostra. Ya llevaba como quince días. Y un pasamano me dijo, “Don Pablo, ¿está muy aburrido?” “¡Claro! Estoy horriblemente aburrido”. “Quiere leer?” “¡Jodido! Me salvás la vida”. “Ya le voy a traer un libro”. ¿Y qué creés que me lleva? ¡Las obras completas de Miguel de Cervantes en la edición de Aguilar! Nuestra obra de tristeza y pesadumbre como dice Rubén Darío. Yo leí con Chepe Chico Borge, alternándonos, todo El Quijote en la cárcel. Yo ya lo había leído muchas veces, pero lo leí allí y era nuestra alegría. Jodido, en la mañana, “¡El Quijote, El Quijote!” Y nos sentábamos. Todo era ritual. Leimos un capítulo o dos según como estuviéramos con el pasamano que en nuestro caso era un reo de confianza que hacía versitos. Me llevó unos poemas de amor para una muchacha llenos de rimas al estilo como quien hace un tango. Después me llevó la vida de San Francisco de Asís. Y un día se apareció cuando me cambiaron de celda. Me dijo, “Don Pablo, me encontré una huaca”. Y me llevó como quince números de la revista Selecciones. Parece que las tenía en una gaveta el director de Policía y el pasamano se las halló y me las llevó. Me acuerdo que había una prueba de ésas de inteligencia que hacía Selecciones. Ése era uno de los juegos de la cárcel entre las tres celdas cercanas, porque de la celda de nosotros preguntábamos algo de esa prueba de la revista y las otras celdas que sabían las respuestas contestaban. Era un juego cultural gracias a Selecciones.

El pasamano era una maravilla, una persona caritativa y buena. Lo contrario de los espías que te meten dentro que son sucios de alma porque les pagan para estar metidos en una cárcel. Y lo que hacen cuando se te acercan es empezar a hablarte mal de los Somoza para ver qué les decís. Pero son tan estúpidos. Se supone que un hombre que se va a meter en la cárcel como espía tiene que ser de una inteligencia superior. Pero no te han hecho la primera pregunta cuando ya te das cuenta que es un pobre diablo, que está vendido y que te quiere sacar cosas. Yo tenía dos que me hostigaban. Eran como moscas. Todo el tiempo me estaban diciendo, “Hay que acabar con los Somoza. Y apenas salgamos de aquí, tenemos que pedir armas y hacer un golpe de estado. ¿Con quién cree usted que podemos contar?” Y te dicen chocheras de esa especie. Entonces creen que vos le vas a decir, “Pues, hombre, tal vez nos pueden ayudar tal y cual”. Como si uno fuera idiota. Eran cosas que me molestaban, porque te hacían vivir una tensión de miedo. Y yo me decía, “Este jodido cualquier cosa puede inventarme”. Yo lo que hacía era regalarles comida para mantenerlos suaves.

La Prensa Literaria

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