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LA PRENSA/Archivo.

Fiesta de cuerdas

Noche de fiesta para la familia de las cuerdas fue la del viernes 24 de julio en la Sala Mayor del Teatro Nacional Rubén Darío. Lucidez en el rostro fino de la música y una concentración plena para lograr los efectos del sonido pastoso, desde el brillo delgado y puntiagudo del violín, hasta la gravedad […]

Noche de fiesta para la familia de las cuerdas fue la del viernes 24 de julio en la Sala Mayor del Teatro Nacional Rubén Darío. Lucidez en el rostro fino de la música y una concentración plena para lograr los efectos del sonido pastoso, desde el brillo delgado y puntiagudo del violín, hasta la gravedad de bisoño del cello. Ambos hicieron su solo como si dos lumbreras móviles ejecutaran su paso de dos, en lo que no siendo ni remotamente baile, fue incitación a caer en las redes de Terpsícore. Movimiento imaginado porque todo lo ofrecido y cumplido fue modulación pura de cámara en la primera parte del programa en la cual Lazlo Pap, violinista y Endre Balog, cellista, fueron los dos héroes de las cuerdas. Un mimo para las ansias de soltarse de las ramas de la frecuente ordinariez.

La cortesía solidaria dividió al concierto en dos caracteres: el circunspecto de Europa y el informal de América. En el primer tiempo La Orquesta de Cámara Reményi Ede de Hungría y miembros de la Sinfónica de las Américas, bajo la influencia extrovertida y amena de James Brooks, mostraron los colores discretos del paisaje vivaldiano y los complicados encadenamientos de acordes de Juan Sebastián Bach.

En el segundo tiempo se tuvo que recurrir al tumbador tropical, anexión que sacó al grupo de su esfera, pues sin ese auxilio inevitable no se hubieran podido reflejar adecuadamente los símbolos bullangueros y festivos (ahí fue donde más a menudo apareció la incitación al baile) de las notas vernáculas de Panamá y Cuba.

En la división (dos presencias incomparables)—cada género con sus particularidades—quedó fielmente demostrada la capacidad de universalizar, aunque por muchos esfuerzos de convencimiento que se hagan, no quepa el tamborito en la orquestación originalmente diseñada para la instrumentación de cámara, evidentes los rasgos de una plausible versatilidad.

El hecho de haber juntado los emblemas del Caribe, no los alejó del objetivo íntimo y recatado: ser el arrullo nocturno en los aposentos de la monarquía valiéndose los artistas del sedante clásico. Aunque levemente exista la corona en el presente, más democrático que autoritario, no quiere decir que la música concebida para esa época, fastuosa y de linajudos, haya perdido su sabor, su vigencia, su atributo insustituible

No obstante la variedad expresada con un lenguaje inocultable en su diferencia, el concierto pareció ser trazado para que el cellista Endre Balog se revelara como el titán con el arma suave de su instrumento e hiciera una apoteosis de su destreza y de sus sentimientos honrando con el arco su calidad de concertmaster.

Así lo confirmó en el estro armónico, concierto en D minor para dos violines y cello de Antonio Vivaldi “Il Petre Rosso”, en la Rapsodia Húngara opus 68 de David Popper, arreglada por el propio concertino y en el Vocalise de Rachmaninof, donde la natural y nunca fingida habilidad, fue compartida con el otro concertmaster, el violinista Lazlo Pap.

Abstenerse de revivir a Dvorak cuando Balog se sumerge y se encumbra, cuando mostraba retener en su memoria la rapsodia de acento moderno y de contagiosa y penetrante melodía, resultaba difícil. Para los sensibles con el cello, perdurará el homenaje que un día le tributara al crear el concierto para cello y orquesta en Si minor opus 104, el más significativo ícono de cuantos fueron hechos en el siglo 19. Estamos en el 21 y no deja de ser el modelo predilecto en las salas donde el especialista luce todos los atributos: técnica, sentimiento, depurado lenguaje. Cuando Jackeline Dupré lo representaba, su invidencia con el arco en las manos parecía enviar un mensaje a las alturas. Cuando el cello se queja, el cielo no llora.

La primera parte cerró con el Brandenburg Concerto número 3 en G major de Juan Sebastián Bach. Era lo apropiado para dejar la sensación de prevalecer de las notas que imperaron e imperan, barrocas para siempre sin que nadie se atreva a desfigurarlas, tocadas con todo el respeto posible por los visitantes. Fidelidad merecida porque al nacer esas obras se exploraron todas las posibilidades técnicas del violín con dobles y triples cuerdas por parte de Bach, lo cual quedó claramente evidenciado con solo escuchar los dos últimos movimientos del número tres, prodigiosa exhibición de pulso inequívoco, preciso, rápido.

El cierre después de un alegre y sentimental paseo, completó la gira con un alto en la década de 1920. Valió sentir la influencia de Stravinski en la música de Aaron Copland el estadounidense al presentarse su “Hoedown Rodeo” de difícil ejecución porque ese temple tenía la música de quién lo inspiró, propia para una orquesta sinfónica.

Pero más llamativa fue la pulsación con el dedo del Pizzicato, una vanidosa y concomitante demostración de pericia colectiva, de la cual ninguno de los ejecutantes estuvo exento. Todos en la marcha de despojarse del arco y de certificar la valía que los acredita como embajadores culturales y artísticos de la vieja Europa en el continente americano, cuyos países recorren no solo para mostrar lo que ellos tienen, sino para interpretar la música de los autores latinoamericanos puestos a circular en el periplo.

La Prensa Literaria

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