14
días
han pasado desde el robo de nuestras instalaciones. No nos rendimos, seguimos comprometidos con informarte.
SUSCRIBITE PARA QUE PODAMOS SEGUIR INFORMANDO.

Bendito escondido

Y la vida es misterio, la luz ciega y la verdad inaccesible asombra… Rubén Darío –¿Reconoce el reloj? –preguntó el oficial. –Claro que sí, por la pulsera metálica –respondió el denunciante. Una bandada de palomas grises salió volando de la copa del guarumo cuando les llegó la pedrada.Son palomas de San Nicolás, Tito, se echa […]

Y la vida es misterio, la luz ciega

y la verdad inaccesible asombra…

Rubén Darío

–¿Reconoce el reloj? –preguntó el oficial.

–Claro que sí, por la pulsera metálica –respondió el denunciante.

Una bandada de palomas grises salió volando de la copa del guarumo cuando les llegó la pedrada.Son palomas de San Nicolás, Tito, se echa de ver por lo cenizo, dijo el Jefe, y de nuevo recogió una laja fina y la montó en la tiradora. Pero ya todas las palomas habían volado.

Luego tomó del brazo a Tito con la autoridad de que estaba investido, y dijo: ahora nos toca vigilar la tumba de la momia asesina. Bajaron entonces el barranco.

En lo profundo corría el arroyo casi seco, que desaparecía a trechos en una especie de lodazal, para

verterse más adelante en unas pozas cubiertas de hojas de almendro rojas y doradas que las ardillas apartaban con el hocico para beber.

Tito escapó de resbalar, pero el Jefe lo sujetó. No tengás miedo, Capitán, ¿qué no sos capitán? Sí, Jefe, respondió Tito, sí soy. Adelante pues, contestó el Jefe, y siguieron bajando.

–Una soguilla de oro con una cruz –leyó el oficial.

–Falta la cruz –dijo el denunciante.

–De seguro fue vendida por aparte, va a ser necesario

interrogar otra vez al reo –dijo el oficial.

–Esa cruz es un recuerdo de una tía que me quiso mucho –dijo el denunciante.

–Los ladrones jamás entienden de sentimientos– dijo el oficial.

El Jefe saltó por encima de la piedra de los sacrificios a la entrada del valle de la muerte y volaron por encima de su cabeza las faldas de su camisa que no tenía botones. Tampoco tenía zapatos, y por eso no iba a la escuela. Era alto y huesudo y los colochos abundantes le caían sobre la cara como a Boy, el hijo de Tarzán. Así le decían a veces, Boy, pero no le gustaba.

El Jefe levantó la losa que cubría el sarcófago de la momia, pero se hallaba vacío. La momia debe andar vagando a estas horas por el mundo, dijo, volviendo a colocar la losa. ¿Qué manda entonces?, preguntó Tito,golpeándose el pecho con el puño. El Jefe meditó con cautela antes de responder: retírese que deseo meditar, y se sentó sobre la losa.

Tito obedeció. Los Invisibles vigilaban en torno al Jefe con sus espadas de palo desenvainadas. Eran cuatro, Or, Tor, Odor y Lotor, siempre decididos a todo.

Cuando se movían, sus pisadas felinas apenas se escuchaban en la maleza.

Como pasaba el tiempo y ya empezaba a oscurecer, Tito dio un paso adelante y dijo: permiso para retirarme, Jefe. El Jefe lo miró con cierto desdén. Vos sos una niña, fue su respuesta. Es que me pueden castigar en mi casa, dijo Tito. Lo que andás buscando es que decrete tu expulsión de la patrulla del Diablo, amenazó el Jefe.

Tito palideció. Había jurado fidelidad con sangre frente al trono de la calavera, y la expulsión significaba la deshonra. Son bromas, dijo, el Jefe, nos vemos más noche en el cine. Hoy dan una de Tim Holt, dijo Tito, con alivio. Llevá suficiente para pagar la entrada de los dos, dijo el Jefe, y lo despidió con un gesto displicente de la mano.

–Un relicario –dijo el oficial.

–Es un guardapelo –dijo el denunciante.

–Aquí lo tiene, sólo que los cabellos no aparecen

–dijo el oficial.

–Lo que más me duele, eran de mi mamá –dijo el

denunciante.

–Esos sí que no van a poder encontrarse, imagínese

–dijo el oficial.

El tesoro escondido se hallaba enterrado en el parque central, veinte varas al sur del malinche, detrás de la glorieta. Desde el campanario de la iglesia se abarcaba el conjunto del parque y era fácil hacer un plano.

Volvían a dibujarlo cada vez, con los lápices de colores de Tito.

Olía a chinche y a cagada de murciélagos en el campanario, y cuando subían los escalones de madera comidos de comején, tenían que caminar agachados para no rozar los viejos alambres eléctricos desnudos. En aquella torre estaba también el cajón de la matraca, que

el Jueves y Viernes Santo tronaba a las vueltas de la manigueta en lugar de las campanas.

Se acuclillaron, para observar el terreno. En una esquina, al costado del parque, estaba la casa de Tito, donde su papá tenía una venta. Enfrente de la venta, a un costado de la iglesia, la cuartería de corredor a la calle que antes había sido pensión de tísicos convalecientes, donde vivía el Jefe.

El Jefe ya tenía bozo y olía en los sobacos a sudor de hombre. En la mano derecha usaba un anillo con una calavera en relieve que Tito le entregó como tributo cuando fue admitido en la Hermandad. El anillo lo había dejado en empeño en la venta un sargento del cuartel vecino de la guardia hacía años, y Tito lo sacó en secreto del ropero de su papá donde se hallaba desde entonces guardado, porque el sargento fue transferido sin pagar nunca la deuda. Ahora, era el símbolo de poder del Jefe. La calavera quedaba marcada en la cara de los rufianes cuando los noqueaba con el puño en las trifulcas a muerte en muelles de carga, fondas de barrios bajos y bodegas ferroviarias abandonadas.

Anoche no llegaste al cine, Capitán, dijo el Jefe. Es que me mandaron a hacer mis tareas, respondió Tito.

Vos sos hijo de dominio, dijo el Jefe. Tito sintió que los Invisibles, que los rodeaban en el campanario, lo miraban con cara de burla, el cuchillo entre los dientes.

Uno de ellos usaba un pañuelo rojo moteado de blanco amarrado a la cabeza; otro tenía una pata de palo.

Perdón, Jefe, dijo Tito. Concedido, pero tendrás una penitencia, respondió el Jefe. Tito se puso de pie. Era como había que ponerse para ser notificado de un castigo.

Vas a ir a conseguirme una lata de sardinas, tengo hambre, dijo el Jefe.

Tito bajó tan rápido como pudo los escalones para ir a la venta y buscar cómo robar la lata de sardinas en un descuido, porque sabía que el Jefe no había almorzado; el papá, que era hojalatero, compraba el plato de comida del almuerzo en una comidería del vecindario, un plato para los dos, y la vez que la mujer de la comidería no entraba con el plato a la pieza que ocupaban,

Tito se daba cuenta porque siempre estaba vigilante desde la puerta de la venta. La mujer no fiaba comida.

En la cuartería vivían también un carpintero que fabricaba ataúdes de niño, una dulcera que amasaba corderitos de pasta de arroz, y una adivina paralítica que hablaba a sus clientes desde su cama detrás de una cortina. Salvo por la adivina, los demás inquilinos trabajaban

en el corredor, el papá del Jefe sentado en un banquito soldando cántaros y baldes con una barra de

estaño, el carpintero en su mesa, unas veces clavando y aserrando, otras colocando los morrones de flores de papel a los ataúdes blanqueados con albayalde, y la dulcera con una tabla en el regazo, picando con unas tijeras los corderitos de dulce para fingir la lana.

¿Y los Invisibles?, preguntó Tito al volver al campanario.

Los mandé a una misión lejana y peligrosa para probar su lealtad, dijo el Jefe, mientras metía los

dedos en la lata de sardinas abierta a golpes de navaja.

¿Y si desertan?, preguntó Tito. Entonces, la maldición eterna caiga sobre ellos, respondió el Jefe, tragando un bocado. Ya sólo vamos a ser dos, dijo Tito. Oyó entoncesque su padre lo llamaba a gritos desde la acera de la venta, pero se mantuvo firme y se quedaron en el campanario hasta que oscureció.

–Un sombrero de caballero –dijo el oficial.

–Mi sombrero de ir a la finca –dijo el denunciante.

–Es una prenda muy vieja –dijo el oficial.

–Sí, pero a mí me sirve –dijo el denunciante.

–Aquí tiene, perdone –dijo el oficial.

En un claro de la selva izaron la bandera de Los Intrépidos Invencibles y saludaron con la mano en la sien cuando llegó al tope del asta. Ahora vamos a jugar bendito-escondido, ordenó el Jefe. ¿Quién va a esconderse primero?, preguntó Tito. Yo, dijo el Jefe, no me busqués hasta que terminés de contar veintiuno. Y sin hacer marrulla.

Tito se volvió contra el tronco de un ceibo, contó hasta veintiuno con la cara entre las manos, y al terminar de contar se dio vuelta. El Jefe había desaparecido.

Gritó llamándolo, pero en la soledad del monte nadie le respondía. Era como estar en el fondo de una poza de aguas turbias, con la luz de la tarde moviéndose entre los ramajes cerrados. Entonces se puso a llorar.

–Una pluma Parker 41 –dijo el oficial.

–Mire, le rompieron la bomba –dijo el denunciante.

–Es sólo por hacer la maldad –dijo el oficial.

–Esta pluma la dejo –dijo el denunciante.

–Tienen que llevárselo todo, después me va a firmar

un recibo –dijo el oficial.

Con vos ya no se puede jugar, Capitán, sos peor que una niña, dijo el Jefe, saliendo de entre el follaje. Es que desapareciste, dijo Tito. Ése es el juego, desaparecer, dijo el Jefe. Perdón, Jefe, dijo Tito, secándose las lágrimas.

Lo mismo decís siempre, mamplorita, dijo el Jefe en son de regaño, pero terminó riéndose, y propuso: mejor corramos a la cueva del trono de la Calavera.

Corrieron entonces tocando música de guerra con la boca, y traspasaron la cascada que protege la boca de la cueva.

Capitán, tengo una notificación que hacerle, dijo el Jefe, muy pensativo, una vez que se había sentado en el trono. Escucho y obedezco, se cuadró Tito. La Hermandad Invencible queda disuelta, dijo el Jefe. Tito tardó en comprender. ¿Ya no querés ser el Duende que camina?, preguntó. No es eso, Capitán, es que me voy en busca de fortuna, respondió. ¿Y el anillo de tu poder? El anillo me lo llevo, dijo.

Yo me voy con vos, dijo Tito. No, Capitán, tenés que quedarte, respondió el Jefe. No quiero quedarme, dijo Tito. Conforme el juramento de sangre tenés que obedecer mis órdenes, dijo el Jefe. Sí, Duende que camina, respondió entonces Tito, y golpeó el puño contra su pecho. Los Invisibles quedan para cuidarte, ya volvieron triunfantes de su misión, dijo el Jefe. Era

cierto, habían vuelto. Se les sentía merodear dentro de la cueva.

–Un anillo de mala calidad con una calavera en relieve

–dijo el oficial.

–Eso no es mío –dijo el denunciante.

–El ladrón lo llevaba puesto en el dedo, pensamos

que era parte del botín –dijo el oficial.

–Tendrá que devolvérselo –dijo el denunciante.

La Prensa Literaria

Puede interesarte

×

El contenido de LA PRENSA es el resultado de mucho esfuerzo. Te invitamos a compartirlo y así contribuís a mantener vivo el periodismo independiente en Nicaragua.

Comparte nuestro enlace:

Si aún no sos suscriptor, te invitamos a suscribirte aquí