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Andira watson. LA PRENSA/D.Nivia.

En casa de Ana…

Andira Watson estrena su libro de poemas y gana el premio de la Asociación Nicaragüense de Escritoras De las seis anteriores ganadoras del Premio Nacional de Poesía Mariana Sansón, de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (Anide), Andira Watson (Bilwi, RAAN, 1977) es la más joven y la primera caribeña, que con su poemario En casa […]

  • Andira Watson estrena su libro de poemas y gana el premio de la Asociación Nicaragüense de Escritoras

De las seis anteriores ganadoras del Premio Nacional de Poesía Mariana Sansón, de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (Anide), Andira Watson (Bilwi, RAAN, 1977) es la más joven y la primera caribeña, que con su poemario En casa de Ana los árboles no tienen culpa, ganó la séptima edición (2009) de dicho concurso.

En el 2002 el Fondo Editorial CIRA publicó su primer poemario Más excelsa que Eva, donde tiene lugar el vuelo inicial de una mujer naciente, evocando vida y amor, recogiéndose en la noche la soledad y el silencio. Ahí asoma la niña, temerosa del mundo y atrapada en convencionalismos. Desde entonces se manifiesta el ardor carnal reprimido y el deseo por la maternidad, pero sin contraparte fecundadora viable. Corresponde a un tiempo de sufrimiento extremo que puso a prueba su fuerza y voluntad humana, una batalla escenificada en el encierro impuesto.

Su segundo poemario, En casa de Ana los árboles no tienen culpa se estructura en cuatro secciones y totaliza 56 poemas. Nos confirma el dolor humano, la aspiración de mujer y la lucha por un sueño. Su ritmo y temáticas trascienden su ancestro caribeño, quizá como expresión y resultado del sincretismo cultural, de su búsqueda.

A Watson no se puede encasillar en una determinada generación. Sus influencias son variadas, pero no determinantes, no los ha asumido como modelos esquemáticos ni regentes en su formación y evolución poética, más bien han sido pautas dinámicas. Encontramos una poesía que describe a la mujer, su voz emerge de adentro, que no sólo la descubre y erige, también cuestiona sus temores reticentes. Poesía que no alardea ni posa, sólo es parte de su proceso liberador. Si algo tiene de erótica deviene de su sensualidad, más que del atrevimiento. En la creación va encontrando hallazgos que le amplían horizontes, que sueltan amarras.

Uno de sus personajes, Ana, deviene del pasado, de la soledad. La casa es su reducto, el espacio donde habitan los recuerdos, propios y familiares, los ajenos. Es el tiempo y el espacio donde tuvieron lugar episodios vitales que impactaron su personalidad, la hicieron mujer y construyeron su mundo interior. Ana no sólo es la niña que asoma, que recurre, sino el germen y la levadura, es la voz que aún demanda algún sueño perdido, quizá entre los árboles de su casa, donde la estampa de un hombre mayor parece insistir, ¿o acaso el duende que juega en la mente y que por las noches acalla sus pasos invasores?

Pero el transcurrir va pintando paisajes, en este caso urbanos. La calle. El mundo exterior, donde pernoctan o habitan otras mujeres, sorbiendo la Managua disfuncional, disparatada y perversa. Ana también anda, ahí, captando imágenes y circunstancias. Las otras vidas, marginales.

El poemario también se refiere al amor entre signos de interrogación, tal vez para que sus lectores expliquen el real significado. Quizá se trate de una perspectiva no acabada, porque el ejercicio de amar también ha implicado dolor, insatisfacción. Porque de todas formas, siempre están presentes la noche, la soledad y el silencio. En cada rincón de la casa de Ana, de la mujer que llegó a ser, los fantasmas también cuentan. Ella misma, quizá. O el amor ideal irrealizado. Todos fantasmas. Se percibe vacío, un hueco en su cama de donde surgen insomnios y el torrente masturbador que acaricia cuerpo masculino de aire, llamando al que se niega… Y vive el instante en y con ella.

La mujer, en cuyo interior habita Ana la niña, ama. Y urge desbordarse, inundar su patio de frutales y raíces que arraiguen. Demanda no sólo intensidad, también prolongación. Desea un sol a su lado, no una estrella fugaz. Pero en su atrevimiento, porque es sexual y sensual, salió a la calle y al encuentro con el amor no ideal, se despejó el velo gris y expulsó del rincón la timidez. Entonces amó, soñó y anheló lo que la mujer-niña incubó silenciosa. Aquí los árboles, más que un artificio ecologista, son personajes genuinos que brindan compañía, dan aliento y constataron nacimientos. Pero los árboles no tienen culpa porque son inherentes a la vida de Ana. Si algún desgarro hubo, los únicos testigos son ellos, que además de guardar secretos, esconden mitos asociados a la noche, al viento, al mecido hablante de sus ramas, cuando la luna aporta misterio.

La mujer-niña ansía amar hasta la ancianidad posible. Y en esta pretensión talla su locura, anhela un hijo o hija que ha de surgir del orgasmo acoplado de varón y varona. Concepción de la semilla que desplace el vacío vientre y se prolongue con progenitores en espacio compartido. Lo ideal. Pero hay ausencia. El varón fluctúa en los sueños de ella, y le duele.

Concluyo citando versos de poemas representativos del libro:

“Su cuerpo es un río de fango en mis manos. / Un puñado de tierra donde mi semilla no germina. / Un fuego fatuo que sólo yo distingo, / yo, en la espesura de la noche. (Encuentro, p. 35).

“Torceme el ombligo / Amarralo a tu mástil / Decime amor, amor / Soltame temblores, zumbidos, / tu miel convídame / Obnubilado / llovete sabroso, a caudales…” (Con tus ojos, p. 48)

“No me pidas explicaciones, hijo. / Tu padre no está aquí para contestar / y yo no provengo de una especie que se engendre sola”. (No me pidas, p. 56).

Managua, 7 de agosto 2009.

La Prensa Literaria

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