Si bien el coronavirus es, sin duda, la peor pandemia que Argentina -y el mundo- ha visto en el último siglo, está lejos de ser la amenaza sanitaria más mortífera que ha enfrentado este país.
Aunque la más recordada fue la (incorrectamente llamada) gripe española, que se originó en Estados Unidos y mató a unos 15.000 argentinos entre 1918 y 1919, un desafío aún más grande se dio durante la segunda mitad del siglo anterior.
Una seguidilla de brotes de cólera y fiebre amarilla provocaron decenas de miles de muertos en Buenos Aires y otras ciudades del interior entre 1859 y 1887.
Muchas de las víctimas eran inmigrantes españoles, italianos, franceses y de otras partes de Europa que habían generado una explosión demográfica en la nación sudamericana.
Pero la experiencia de combatir estas epidemias también llevó al surgimiento de un poderoso grupo de médicos y defensores de la salud pública que se conoció como “los higienistas”.
Ellos seguían una corriente, nacida en Europa, que relacionaba las enfermedades con las condiciones ambientales. E instalaron gran parte de la infraestructura que pondría a Argentina a la vanguardia de la salud pública.
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En 1880 fundaron el Departamento Nacional de Higiene y, tres años después, la Asistencia Pública de Buenos Aires, que coordinó “brigadas de desinfección”.
El modelo sanitario conocido como la Utopia Higienista no solo buscaba prevenir enfermedades sino también lograr el progreso, promoviendo una “ciudadanía higiénica” tanto desde lo físico como desde lo moral.
Para ello se buscó fomentar hábitos saludables a través del diseño de ambiciosos programas que apuntaban a elevar los estándares de limpieza del hogar. A la vez, se impusieron estrictos ideales maritales y morales.
Argentina, entonces un país rico, aplicó los nuevos saberes científicos y técnicos de la época para cumplir con su ideal.
Uno de los avances tecnológicos que se usaron fue una máquina de fumigar creada en Francia que se llamaba Aparato Marot, y que localmente fue apodado “el sulfurozador”.
El uso de esta máquina para fumigar las calles y las casas de Buenos Aires, a comienzos del siglo XX, sintetizó la utópica visión de los higienistas de desinfectar completamente la capital argentina y convertirla en un modelo de pulcritud
Fumigación marítima
El uso de la fumigación como principal arma para combatir las pestes se había hecho extensivo en los puertos del Cono Sur a finales del siglo XIX.
Tras el último gran brote de cólera en 1887, Argentina, Brasil, Uruguay y luego Paraguay firmaron convenios sanitarios para garantizar la desinfección de sus barcos.
De esta forma buscaban reestablecer los acuerdos comerciales con otros países que habían cesado debido a las constantes epidemias de cólera, fiebre amarilla y fiebre tifoidea, entre otras.
Las naciones sudamericanas adoptaron la última tecnología para fumigar barcos: avanzadas máquinas que arrojaban dióxido de azufre.
La primera de estas máquinas acababa de ser creada por un inmigrante escocés en Nueva Orleans, Estados Unidos: Thomas Adam Clayton, quien bautizó a su invento con su apellido.
Pero poco tiempo después se adoptaría un modelo rival que era más eficiente, creado en Francia por René Marot.
El Aparato Marot utilizaba un artefacto especial para electrificar el gas sulfúrico. Es por este motivo que los argentinos lo apodaron “el sulfurozador”.
El Clayton y el Marot jugaron un rol importante en la reducción de la transmisión de epidemias a través del comercio marítimo.
Pero como señalan Lukas Engelmann y Christos Lynteris en su libro “Utopías Sulfúricas: historia de la fumigación marítima”, publicado en marzo, si bien estas máquinas se usaron inicialmente para fumigar barcos, algunas ciudades les dieron un uso más general.
“En Buenos Aires, pero también en Río de Janeiro, Nueva Orleans y San Francisco, estas máquinas fueron llevadas a las calles para permitir amplias campañas de desinfección con dióxido de azufre en el entorno urbano”, cuentan.
“Sin embargo”, agregan, “solo en Buenos Aires la introducción de una máquina de desinfección en las calles y hogares de sus residentes condujo al resurgimiento de una visión utópica de la desinfección urbana total”.
La peste bubónica
El catalizador que llevó a las autoridades sanitarias de Buenos Aires a utilizar el Aparato Marot en sus calles fue la llegada de lo que se conoció como la tercera peste bubónica.
Se trató de la tercera pandemia en la historia generada por pulgas que habitan en roedores y, curiosamente, al igual que el coronavirus, surgió en China.
Desde su origen en 1855 se extendió durante más de un siglo por los cinco continentes, provocando unas 12 millones de muertes (10 millones en el subcontinente indio).
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Llegó al Cono Sur a través de Paraguay, en 1899, y a pesar de los esfuerzos por prevenir su expansión, en enero de 1900 apareció el primer caso en Argentina.
En ese entonces uno de los arquitectos de la visión utópica higienista, el destacado médico José Penna, ocupaba la primera cátedra académica de epidemiología del país.
Cuando Penna fue puesto a cargo del servicio de salud pública de Buenos Aires, en 1906, importó seis Aparatos Marot y los hizo instalar en carruajes de caballos y automóviles.
De esta forma, ordenó una desinfección integral de hogares, almacenes, calles y del nuevo sistema de alcantarillado de la ciudad.
La batalla contra la peste bubónica fue un éxito: Argentina tuvo solo unos 50 muertos.
Sin embargo, los historiadores aseguran que ese hito se logró no tanto por las campañas de desinfección sino porque para esa altura ya se habían desarrollado sueros para tratar la enfermedad.
No obstante, según Engelmann y Lynteris, el legado de los higienistas y el sulfurozador fue introducir “un principio moderno de ‘profilaxis general'” -o medicina preventiva- que permitiría al país estar mejor preparado para las epidemias que vendrían.
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