Hoy es miércoles y me encuentro en el centro del mercado más grande de Nicaragua y, quizá, de Centroamérica. No suelo venir a menudo, aunque ya lo he hecho en otros tiempos. Yo lo recuerdo parecido en estos días: calles apretadas, embotellamientos, hombres bajando cajas en tiendas de tres pisos y vendedores enamorando clientes. Una fila de carros a cada lado de las calles y los pitos haciendo eco en el ambiente.
Falta un cuarto de hora para las nueve de la mañana y el calor está a tope. Es un calor típico de esta ciudad: avasallador, angustiante, pegajoso. La ropa se adhiere al cuerpo por donde transpiro, mientras esquivo canastos, baldes y charcos de agua sucia. A los costados y de frente me topo con gente con mascarillas, alcohol gel y desinfectante. Ya no es una imagen nueva de este lugar ni de ningún otro, porque los raros son ahora los que no las llevan y no guardan la distancia que tanto repiten los doctores. En este sinfín de callecitas que todos los años se come más espacio en Managua, es más que imposible guardar la distancia recomendada de más de un metro.
Sin embargo, hay algo que no hace clic en esta armonía caótica. Entre más penetro en sus entrañas, más miro tramos vacíos; tiendas que antes eran espacios cerrados con puertas enrollables. Hay ahora tiendas donde se entra después de haberse tomado la temperatura y pisado alfombritas bañadas de cloro. Más allá veo carteles: “No se atienden a personas sin mascarillas”. En un tramo de sacos, Giancarlos Montalván termina de despachar a una señora. Montalván no lleva puesta la mascarilla por el calor que hace en este galerón repleto de cosas y de gente, pero tiene un mecate al frente de su espacio con una advertencia: “Guarde su distancia”. Dice que lo puso porque los compradores a veces se le aglomeran, incluso con el cartel puesto.
“Entonces lo que yo hago es hacer la silla para atrás y alejarme”, dice con algo de preocupación.
Montalván tiene veintitantos años, recio de levantar pesas, el rostro sobrio. Hace una semana reabrió su negocio, después de mantenerlo cerrado durante varios días. “Casi todos (los comerciantes) tuvimos que volver a abrir porque no nos podemos quedar en la casa sin billete”, dice Montalván. Al menos en este galerón no llegaban compradores y muchas tardes se iba sin vender ni un solo saco. Gastaba más en trasladarse y alimentarse en el tramo, y por esa razón decidió cerrar. También porque muchos de los comerciantes vecinos se estaban contagiando. “Allá se murió una señora”, señala con su dedo índice y continúa: “Allá murió otro señor, y otra familia se enfermó por completo”. Dice que esta semana las ventas han mejorado porque las personas van perdiendo el miedo a la pandemia.
—¿Y vos no tenés miedo? —le pregunto.
—Yo ya me enfermé, y no creo que me vuelva a dar —dice muy seguro, y aclara: – Gracias a Dios me dio leve.