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A la izquierda, Wilmer Chavarría con su madre el día de su graduación de preescolar. A la derecha, Chavarría como director de un colegio en Estados Unidos y estudiante admitido por la Universidad de Harvard. LA PRENSA/ Cortesía

Wilmer Chavarría: de vender pan en las calles de Ocotal a estudiar en Harvard

Un joven nicaragüense que nació como refugiado y creció en pobreza extrema en las calles de Ocotal, se hizo cineasta en Estados Unidos, ganó el Watson Fellowship y hoy, entre otras cosas, se prepara para entrar a la Universidad de Harvard. Esta es su historia.

Cuando la guerra de los ochenta terminó, Petronila González decidió que no volvería a vivir en Bosawas. En 1990 llevaba ocho años en un refugio de Honduras y regresó a Nicaragua con sus siete hijos, para quedarse en Ocotal, Nueva Segovia. A su esposo, Santana Chavarría, no le agradó la idea.

—¿Cómo les vas a hacer eso a tus hijos? Nosotros solo sabemos sembrar —protestó.
—Prefiero pasar hambre aquí a que mis hijos vivan ignorantes—respondió ella.
—Bueno, pero allá no llegués rogándome por comida.
—No te preocupés, no voy a llegar. Y nadie va a llegar a pedirte nada.

“Fue una pelea muy grande”, cuenta Wilmer Chavarría González, el menor de los siete hijos, treinta años después, desde Vermont, en el noreste de Estados Unidos, donde actualmente dirige el colegio Southern Valley Unified y se prepara para cursar una maestría en la Universidad de Harvard.

Él nació en aquel campo para refugiados. Quedaba en Los Guásimos, pero todos lo llamaban “La Pollera”, relata, porque a él también se lo han contado. Cuando su familia fue repatriada él aún era demasiado joven para guardar memorias.

Doña Petronila González con sus hijos, saliendo del refugio en Honduras. LA PRENSA/ Cortesía

Tenía un año y algunos meses cuando salieron de Honduras. Estando allá sus hermanos mayores habían asistido por primera vez a una escuela y su madre no estaba dispuesta a quitarles eso. En Ocotal no tenía familia, ni conocidos y mucho menos casa; pero de todas formas eligió no regresar a la reserva de Bosawas, donde hasta antes de la guerra, los Chavarría González vivieron de la crianza de algunos pollos y de sembrar frijoles, maíz y yuca.

“Somos de montaña adentro, de lugares que ni tenían nombre en ese entonces. Bien metido en la reserva. Mi mamá había vivido ahí desde los setenta. Algo muy recóndito, con muy poca gente”, dice Wilmer, que ha hecho una pausa en sus labores como director del colegio para atender la llamada telefónica de DOMINGO.

Al inicio de la entrevista aseguró que hablaba hasta por los codos y la advertencia resultó cierta. El muchacho es amable y extrovertido. Habla despacio y con fluidez, aunque de vez en cuando se detiene para preguntar “cómo se dice en español” alguna palabra en inglés. Han pasado 14 años desde que salió de Nicaragua para estudiar becado en el extranjero y su nivel de castellano es el mismo que tenía cuando era un adolescente de 16 años, se disculpa.

Sabe que en su pueblo, Ocotal, están orgullosos de él y eso lo enternece. Ese es el pueblo que lo vio crecer, en esas calles vendió pan y tamales cuando solo era un niño que hacía demasiadas preguntas.

Uno de los hermanos de Wilmer, graduándose de sexto grado de primaria en Honduras. LA PRENSA/ Cortesía

Pobreza

Alejandra, Cipriano, Dino, Pedro, Sara, Luis y Wilmer son los siete hijos de Petronila González y Santana Chavarría. Hay una diferencia de 15 años entre la mayor y el menor. Según Wilmer, de 31 años, sus hermanos mayores se llevaron la peor parte en los primeros años que vivieron en Ocotal.

Les tocó trabajar de día y estudiar de noche. Lustraban zapatos y eran ayudantes de albañil; mientras doña Petronila recorría las calles con un “canastón” de pan en la cabeza. Cuando tuvo la edad suficiente, Wilmer empezó a acompañarla, descalzo, y cargando alguna bolsa llena de pan.

En el camino la acribillaba con preguntas sobre cosas que había escuchado, como: “Mama, ¿qué son los maremotos?”. Y su madre, quien llegó a quinto grado de primaria, le respondía lo mejor que podía, con el mismo respeto con el que se habría dirigido a una persona adulta. Esa manera de hablar con los niños quedaría grabada en su hijo y la aplicaría muchos años después, como maestro y director, en Estados Unidos.

Otras veces lo enviaba solo, encomendado con alguna señora, para que vendiera helados y tamales. En los primeros años le daba pena, reconoce. “Me daba vergüenza volver al aula de clases y ver a alguien que el día anterior me había visto vendiendo pan. O que me dijeran que mis argumentos no tenían valor porque yo era el vendepán”. Ese sentimiento, sin embargo, se fue desvaneciendo con el tiempo.

La familia con las primera casa que logró construir en Ocotal, Nueva Segovia. LA PRENSA/ Cortesía

Dejó de vender en las calles el año que entró a la escuela secundaria, en Ocotal. Su madre sufrió un derrame parcial y tuvo que quedarse en casa, como costurera. Por otro lado, para entonces sus hermanos mayores estaban desarrollando un proyecto de periodismo local y Wilmer llegaba a ayudarles. Ahí tuvo su primer encuentro con equipos de grabación y se enamoró de la producción audiviosual, por lo que acabaría cursando la carrera de Artes Cinematográficas en el Earlham College, Indiana, Estados Unidos.

Pero antes de llegar a esa universidad todavía tenía que pasar por mucho. A pesar de las limitaciones económicas y del tiempo que dedicaban al trabajo, los hermanos Chavarría González siempre fueron estudiantes de buenas calificaciones. Como el menor de todos, Wilmer se sentía en la obligación de seguir el ejemplo. De manera que, para él, ser buen estudiante era “lo menos que podía hacer”.

Cuando estaba en quinto año del bachillerato, en 2005, participó en un concurso departamental, en el que fue evaluado en las materias de matemáticas, física, inglés, historia, geografía, educación cívica y español y se llevó el título del mejor alumno de los doce municipios de Nueva Segovia en educación secundaria. Esa fue la puerta de entrada a la Universidad Centroamericana (UCA).

Le otorgaron una beca con estipendio para la carrera de ingeniería industrial. Pero, aunque estaba feliz, él había hecho sus propios planes. Una amiga le habló sobre una prestigiosa beca para estudiar el Bachillerato Internacional en Colegios del Mundo Unido, en Canadá, y Wilmer aplicó, a pesar de que en apariencia la UCA ya le había resuelto la vida.

Como no podía confiarse, de todas formas entró a ingeniería industrial y cursó dos cuatrimestres. En ese tiempo no gastaba dinero ni para las rutas, asegura. Si había que ir a la casa de un compañero de clases para asistir a una reunión o realizar una tarea en grupo, se iba caminando.

Una mañana, cuando viajaba de Ocotal a Managua, volvió a encontrarse a la amiga que le había contado sobre la beca en Canadá. Ese día tocaba ir a la entrevista, pero Wilmer no tenía tiempo para ir caminando ni dinero para pagar el taxi. Se lo confesó a la joven, que también estaba aplicando, y ella le dio ánimos y le prestó dinero para el pasaje.

Doña Petronila y su hijo menor, Wilmer, en los años noventa. Hoy ella tiene 65 años y él, 31. LA PRENSA/ Cortesía

Al final él ganó la beca y se sintió un poco culpable. “Seguramente ella no lo recuerda”, dice. “Pero estoy muy agradecido”.

Le dieron dos meses para conseguir pasaporte, visa y boleto. Wilmer emprendió una maratón para obtener el financiamiento que necesitaba. Mandó cartas a incontables empresas y a muchos diputados de la Asamblea Nacional, pero solo una compañía telefónica respondió. Recuerda que caminó kilómetros únicamente para que le dijeran que no lo iban a ayudar y le entregaran un billete de cinco dólares para que no se fuera “con las manos vacías”.

Fue una situación “humillante”, reflexiona ahora. Pero en aquel momento el orgullo no era una opción. Necesitaba cualquier tipo de ayuda, así que bajó la cabeza, aceptó los cinco dólares y dijo: “Gracias” con toda la cortesía del mundo.

Continuó buscando patrocinadores y como el que busca, encuentra, el financiamiento llegó desde una ONG donde lo habían conocido en su infancia, como niño trabajador. Voló a Canadá para estudiar quinto y sexto año de bachillerato internacional. No hablaba inglés y su educación previa tenía baches “del tamaño del lago Cocibolca”. Pero estaba ahí, lo había logrado, y solo quedaba echarle pa’ lante.

Wilmer Chavarría el día de su graduación en Artes Cinematográficas, en Indiana,. Estados Unidos. LA PRENSA/ Cortesía

Educación

En adelante todo fluiría para bien. Al terminar la beca en Canadá, le dieron una para estudiar en Indiana, Estados Unidos, donde eligió la carrera de sus sueños: Artes Cinematográficas. Y como si eso hubiese sido poco, en el último año de su estancia en el Earlham College, ganó el premio Watson que le permitió explorar los países de su elección durante un año, con todo pagado y de manera independiente.

“En mi universidad la última persona que ganó ese fellowship lo había hecho tres años antes. Solo una persona, tres años antes que yo. Así de selectiva es esa beca”, explica. “Elegí ir a Italia, Holanda, Inglaterra, Bolivia y Costa Rica, porque quería hacer algo en Latinoamérica. Yo lo que quería explorar era cine independiente, cine de bajo presupuesto. Anduve de arriba para abajo con gente que estaba haciendo películas. Fue un año muy lindo”.

Wilmer Chavarría dirigiendo talleres de cine en Bolivia. LA PRENSA/ Cortesía

Ese fue el 2013. Al año siguiente Wilmer ganó el primer lugar en la categoría corto de ficción del Festival Ícaro 2014, con un video de 2 minutos con 50 segundos titulado Un dólar. Su sobrino Ariel, entonces de 10 años, escribió el primer guión y luego lo actuó. Se trata de un niño que va a vender leña jalando un burrito y en el camino fantasea sobre lo que podría comprar con un dólar, con dos, con cincuenta, con cien…

Sin embargo, aunque el cine es su verdadera pasión, desde hace años Wilmer está enfocado en el área educativa. Fue profesor de Literatura en Nuevo México y posteriormente lo nombraron director del colegio. En esos años terminó una maestría en Liderazgo Educativo y, pasado un tiempo, puso la mirada en Harvard, donde solo el cinco por ciento de las solicitudes son admitidas.

Preparando el terreno, consiguió un trabajo en Vermont, cerca de la universidad, y aplicó para la maestría con un ensayo sobre su viejo boletín de primaria.

Está por emprender una nueva aventura, en una de las universidades más prestigiosas del mundo, pero asegura que su propósito es adquirir todo ese conocimiento para luego aplicarlo en Nicaragua. Tanto en el campo cinematográfico, como en el educativo. No quiere estar en Estados Unidos más que el tiempo “absolutamente necesario”.

Su madre está orgullosa de él, aunque no tiene muy clara la verdadera dimensión de los logros de su hijo. Él le cuenta que ha sido admitido en Harvard para estudiar Políticas de educación y doña Petronila sonríe, segura de que hace treinta años tomó la mejor decisión de su vida.

El cuarto de izquierda a derecha, Wilmer con sus hermanos y su madre en una foto reciente. A pesar de la pobreza, todos fueron a la universidad. LA PRENSA/ Cortesía

La Prensa Domingo Harvard Nueva Segovia Ocotal

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