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William Seward Burroughs. la prensa/árchivo.

Citas y referencias

Quizás todo tipo de placer es solamente un sustituto.

Quizás todo tipo de placer es solamente un sustituto.

Nada es verdad, todo está permitido.

Después de echar un vistazo a este planeta, un visitante de otro mundo diría: “Quiero ver al mánager”.

Un paranoide es alguien que sabe lo que está ocurriendo.

Después de un alboroto en el que aparecen armas, siempre se quiere restringir el uso de las mismas a la gente que no ha tenido nada que ver con él. Me niego a vivir en una sociedad en la cual las únicas personas a las que se les permite la posesión de armas sean la policía y los militares.

En los Estados Unidos tienes que ser un pervertido o te mueres de aburrimiento.

Tu mente responderá más preguntas si aprendes a relajarte y esperar por la respuesta.

El lenguaje es un virus proveniente de otro planeta.

La única ética posible es hacer lo que uno quiere hacer.

Gracias por el sueño americano, por vulgarizar y fantasear hasta que las mentiras comienzan a brillar.

Tu conocimiento sobre lo que está pasando es solo superficial y relativo.

Un hombre no puede tener peor destino que estar rodeado de almas traidoras.

La mente es como una mariposa

que se posa sobre una rosa

o revolotea en un montón de heces hediondas

baja en picado a un autobús exhausto

o descansa en el porche, en una silla, una flor respirando

—abierta y cerrada balanceando brisa de Tennessee—

Vuela a Texas a un congreso

salta por la maleza en campos petrolíferos

Algunos dicen que estas alas de arco iris tienen alma

otros dicen que son cerebro vacío

alas diminutas automáticas con grandes ojos

que se fijan sobre la página.

Frente a mí está un altar con la Virgen María blanca, entre adornos azules, blancos y dorados, está demasiado lejos para poder verla bien, me propongo acercarme en cuanto se marche la mayoría de la gente. En la Iglesia hay solo mujeres, jóvenes y viejas, pero súbitamente aparecen dos niños andrajosos sin zapatos, cargando unas cobijas, que caminan lentamente por la parte derecha de la Iglesia; el mayor tiene fuertemente asido con la mano algo que está sobre la cabeza de su hermano menor. Me pregunto por qué. Los dos van descalzos, pero mientras caminan se oye un taconeo de suelas, me vuelvo a preguntar por qué se dirigen al altar, aproximándose al ataúd de cristal de una estatua santa, caminan lenta, ansiosamente, tocando todo, volteando hacia arriba arrastrándose meticulosamente por la Iglesia, devorándolo todo con los ojos. Al llegar al ataúd de cristal, el menor de ellos (de 3 años) toca el cristal y se acerca a los pies de la estatua, vuelve a tocar el cristal y yo pienso: “Estos niños entienden lo que es la muerte, están en la Iglesia debajo del cielo, poseen un pasado sin comienzo y se dirigen hacia un futuro infinito, esperando la muerte, a los pies de un muerto, en un templo sagrado”.

Me asalta una visión de los dos niños y yo flotando en el gran universo infinito, sin nada arriba, nada abajo, solo la nada infinita y su inmensidad, los innumerables muertos que van hacia todas las partes de la existencia, adentro, en los mundos atómicos de nuestros cuerpos, o afuera en el universo de un átomo que existe dentro de una infinidad de otros átomos, y donde cada uno de ellos es en realidad una representación verbal: adentro, afuera, arriba, abajo …solo existe el vacío, la divina majestad, y para mí y los dos niños, el silencio.

Ansiosamente los observo partir, y con gran asombro veo a una pequeña y tierna niña de 50 centímetros de altura, de un año y medio o dos, que camina contoneándose y con lentitud entre ellos, como un dócil corderito que avanza en el piso de la Iglesia. Con aprehensión, el hermano mayor hace todo lo posible por no quitarle a la niña un rebozo que tiene sobre su cabeza, procurando que el hermano menor lo sostenga por la punta, y en medio de los dos, bajo el palio la Dulce Princesa camina observando la Iglesia con sus grandes ojos cafés, haciendo ruido con sus tacones.

Salen y ya están jugando con otros niños. Hay muchos niños jugando en el atrio de la Iglesia. Algunos parados, observan, en la parte superior de la fachada del templo, las figuras de unos ángeles de piedra gastadas por la lluvia.

Me inclino y reverencio todo, me arrodillo en el banco de entrada y salgo echando una última mirada a San Antonio de Padua. En la calle todo es perfecto otra vez, el mundo está lleno de las rosas de la felicidad, siempre, pero lo ignoramos. La felicidad consiste en entender que todo esto es un gigantesco y extraño sueño.

La Prensa Literaria

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